martes, 4 de noviembre de 2014

MALDITAS CANCIONES DE NAVIDAD


Sí, la Navidad es la época más linda del año, sin duda. A pesar del tráfico, de las muchedumbres aperchadas en las vitrinas como ñus frente al río Grumeti esperando pasar la barrera de la compra, y consumar la migración a la engañosa patria del consumismo. Esa sabana placentera donde adquirir productos y servicios es echarse una soga al cuello mientras suena Sinatra de fondo.

Pero Frank, el ojiazul, era mafioso, un delincuente de cuello blanco que tenía a su cargo la familia de Chicago, un papa negro, un fantasma que deambulaba entre la farándula, la política y el crímen. Cantaba como los dioses, era la voz del Olimpo y se le permitía todo. Incluso arrullarnos en esta época de villancicos, con su tono profundo y el porte, ese deico porte que obligaba a todos a hacer lo que él quisiera.

Talvez por eso lo contrataron para cantar canciones de Navidad, porque motivaba a la tradición de la familia norteamericana y hacía olvidar que también los gringos, basan sus tradiciones en el crimen. Y como acá copiamos y pegamos lo que nos dicte la televisión por cable, principalmente las agencias de publicidad que explotan el arribismo y así promueven lentamente el malinchismo, henos acá copiando la nieve hecha de jabón para nuestra Nochebuena tropical. Let it snow, let itsnow, let it snow.

La diatriba contra esto, está obsoleta. Es una lucha perdida y ya no me empeño en esos detalles y me dejo llevar con los otros de mi especie, cegado de bombitas navideñas y el cerebro tupido de gingles facilones y repetitivos. Hay que ser sensato y saber cuando uno ha perdido, y esa pérdida inicia cuando se es padre de un niño pequeño que quiere el paquete premium, ¿y qué hace uno sino ser un alcahuete y dárselo a manos llenas?

Tomando en cuenta el cargo de conciencia de no vivir con él y ser un papá de fin de semana. Mi cachorro ya es un adolescente y caí en cuenta de ello cuando le pregunté sobre sus regalos de Navidad y no saltó inmediatamente con el listado de productos de moda. Me dijo que no sabía. "¿No lo has pensado?", le espeté. “No, no sé lo que quiero”.

Listo. Es un adolescente simplón. En esas edades no se sabe nada del mundo, no se quiere nada del mundo, no hay la menor idea de quién es uno, qué se antoja, hacia donde va. Ya sé, ya sé, ya sé, me podrán decir que cómo oso decir tales cosas de mi heredero cuando yo mismo padezco los mismos síntomas. Pero yo me excuso porque me asumo un enfermo de literatura y a ella le hecho la culpa de mis males mentales.

Me puse a repasar las Navidades pasadas de mi pequeño que ya se acerca al 1.80, a cinco centímetros de mí y nos quedan las canciones de Navidad. Puedo verlo de niño flaco haciendo cola para tomarse la foto con el Santa Clós de imitación (yo soy el verdadero) en el centro comercial y Rudolph the Rednose Raindeer me recordaba cuando conocí los renos en Minnesota y no eran unos pinches venados maricas, al contrario, eran animales cabrones y apestosos. Cuando le dispararon y comí su carne era ácida y dura y no sentí el menor cargo de conciencia. La asaron en una parrilla eléctrica y eso le mataba el sabor, yo necesitaba y añoraba el olor del carbón y el ocote del fuego nacional, pero estaba metido en un maldito y lejano campamento de Eagle Scouts en las planicies de Minnesota, cerca del Canadá.

Por eso nunca quise que mi hijo mirara Bambi, porque no me agrada que una bestia salvaje de esas sea antropomorfizada a la ternura cuando es un sobreviviente. Talvez algún día lleguemos junto a mi hijo a la patria de la inmigración sueca conocida como Minnesota, donde los árboles navideños son reales y no de ese bricho de color verde kaibil con que arman en una espiral ascendente el ¿árbol? de este mall.

Minneapolis es una ciudad que tiene una gemela que se viste de traje empresarial: Saint Paul. Mientras, la primera es dura, turbia y la gente es rubia. Ricos y pobres. Inclusive las putas que caminan por las calles con abrigos de poliester que imitan pésimo el pelaje de la chinchilla o del zorro gris de los urales. Botas largas hasta los muslos y se dejan ver apenas las medias caladas de la rubia con el pelo mojado por la nieve. Es una lindura de los excesos, fuma y la adivino triste.

Por eso logré entender esa postal que canta Tom Waits por estas épocas, la fatídica y dura Christmas Card From a Hooker in Minneapolis. Yo lo vi en la Avenida Hennepin. En esos meses estudiaba en el Anoka High School y viajaba los fines de semana a la ciudad para ver la Navidad de cerca y lo que recuerdo es a la chica caminando la nieve con los ojos hundidos de frío y rímel. Escucho la canción y sufro de amor y de mentira y de esperanza.

Dreaming of a White Christmas me rompe por dentro y deja parado con el cascarón. De eso hace siete años: frente a la puerta de la casa de la madre de mi pequeño, mi hijo me urgía pasar las doce con él y que abriéramos juntos sus regalos, yo tenía que irme porque no era bienvenido y me tocaba un largo viaje a mi casa donde me esperaba nadie. Bing Crosby, con ese dejo ralón de voz, parecía recitar la escena con sarcasmo.

La música navideña es un avis rara en el universo musical. Inclusive en la clásica o de cámara, pero existe en cualquier género: reaggetón (El General y su Jingle Belele), jazz (Discos de época de Centro Comercial), rock (John Lennos, The War is Over), pop (Mariah Carey, All I want for Christmas is you), bachata (Aventura, Burrito Sabanero), rap (Run DMC, Christmas in Hollis) balada (Luis Aguilé, Ven a mi casa esta Navidad), banda (NorCali, Regalo Especial), rancheras (Vicente Fernández, Mi Nochebuena), texmex (Los Fugitivos, Triste Navidad cortesía del amigo Wiliam Ajanel) y como no, el soundtrack de las películas características navideñas donde la invariabilidad de la trama les hace tan osadamente repetitivas. Casi infernales. Hay inclusive, sub géneros como el disco de Purina de Navidad donde los villancicos se cantaban ladrando.

Recuerdo haber visto El día de la marmota y la angustia de la gente alegre y la inmensa felicidad de un pueblo, mientras la psicosis de Bill Murray nos contagiaba a todos los espectadores con esa risa nerviosa al ser testigos del deterioro mental de una persona cuerda en medio de la locura. Así vivimos nosotros, un eterno día de la marmota sólo que el ciclo no es diario: es anual. I got you, babe.

La música de mi hijo es Skrillex y compañía. Alguna verdad encontrará en esos sampleos donde pareciera que el autobot Optimus Prime canta una ópera dedicada a alguna camioneta de servicio público, porque le gusta al transformer este y ya saben lo que dicen de las callejeras, que son como las garnachas: sucias pero ricas.

Para eso prefiero aquel turbio y fallido especial de Star Wars navideño  que me hacía llevar el espíritu navideño a otras fronteras. Galaxias, en este caso. Sucedía igual con los mundos de las caricaturas como He Man o Shera donde sus especiales de época eran tan incluyentes que lograban traspasar al mismísimo Santa a Eternia. Y no me acuerdo de haber ido porque como les dije anteriormente, yo soy el verdadero Santa.

Apenas hace unos días estaba mi hijo inmerso en mi celular cuando sonó Depeche Mode, Personal Jesus, en la radio y fue lo suficientemente buena para que mi hijo la aprobara. Ahora es un converso de la voz de David Gaham y escuchamos a todo volúmen sus mejores éxitos cuando vamos en carro. Sí, I´m taking a ride with my best friend y me encanta. Vivimos un idilio padre hijo por momentos antes que él se sumerja en su mundo de MTV (que ya no entiendo) y yo me siento a leer en la sala como el viejo que soy.

Antes no era viejo, yo era alegre y rebelde. Salía a bailar a todos los convivios al ritmo de la cumbia y a tomarme la vida en las rocas. Mis amigos y yo ardíamos mientras incendiábamos una ciudad asquerosa, triste, purulenta de tráfico y lucecitas navideñas, con manzanilla en las cuadras y posadas. Horrible pero nuestra, como nuestra realidad diaria. Ya saben, habitamos la ciudad más fea del mundo y donde mes con mes, se baila cumbia en un ritual desenfrenado para aquellos que no vivieron en la periferia, en el límite de lo surreal, lo banal y las sustancias prohibidas. Todo con un sorbito de champán.

Estamos en el momento justo del año en George Michael nos cuenta religiosamente desde 1984 cómo entregó su corazón el día de Navidad y lo desecharon un 26 de diciembre, por ese entonces aun no había salido del closet e intuimos entonces que el mariachi le rompió el corazón (entre otras cosas). Cada vez que suena la canción, es para mí, el verdadero inicio de la Navidad. No sé ustedes pero yo tengo el espíritu navideño desde septiembre.

Vaya dolor el del ex cantante de Wham que en estas temporadas comparte junto al Buki y su Navidad sin ti. Ambos apologéticos a la pérdida del amor en esta época tan cruel para estar solo. El corazón roto no distingue géneros musicales ni razas, ni estatus sociales. Los guerrilleros del texmex conocidos como Los Tigres del Norte cantan aquel himno conocido como Navidad de los Pobres y lo recuerdo en el único concierto que fui donde borracho como una cuba, cantaba abrazado de un mecánico de autos y su esposa vendedora de verduras. Yo venía de una boda y mi novia de esos años me esperaba allí. La pasamos genial y enamorados. Un mes después, me dejó por un mexicano y entendí porqué lloraba con Golpes en el Corazón ese día.

Ese año la música big band volvía a mi vida, pero esta vez de la dulce voz de Vic Damone y la melancolía de la gente que sale a la calle a caminar buscando el regreso a un instante que ya nunca será. Vagabond Shoes me hizo desgracia la vida ese año junto a Connie Francis y el canto al amor eterno y la paciencia y la locura, llamado I will wait for you.

“Papi, a veces la Navidad es triste, ¿verdad?”, me pregunta curioso mi hijo, talvez de verme transitar esta avenida callado, cavilando sobre esta época. “Sí mijo”, le digo a secas. Me entiende y voltea a ver a la calle y se hunde en el tráfico con sus propios pensamientos y el inicio de su nostalgia, el inevitable inicio de la nostalgia.

Definitivamente está entrando en la adolescencia y las malditas canciones de Navidad, suenan y el tiempo no se detiene; avanza como la lava quemando lo que encuentra y dando nueva vida sobre las cenizas a pesar de la destrucción y el fuego y la desesperación. El tiempo, lo que hiere, lo compone; florecemos sobre el dolor. Hay que arder, hijo mío, hay que arder con el paso de los años. Brillemos juntos, mijo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay que arder hasta ser ceniza. Hermoso texto señor Dardón.

la-filistea dijo...

Opino lo mismo un hermoso texto. La comunión entre padre e hijo hilada en vísperas navideñas.
Sos grande JuanPablo.

No debiste recordarme la canción más triste del mundo (como decís vos) que escribió Tom Waits, la primera vez que entendí lo decía lloré como cochinita pibil.

Y sí, empiezo a creer que las navidades son tristes.

Juan Pablo Dardón dijo...

ANÓNIMO: gracias por la visita :)
FILIS: Tom Waits es un genio, simple. Semos tristes navideños amiga.

Maria dijo...

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