jueves, 28 de julio de 2016

EN BELÉN VIVE EL DIABLO



Yo iba a mi casa caminando don Pablo, y los patojos se rieron. Eran un puñado de sin oficio que estaban en la tienda de la esquina, pero yo no hago caso a las provocaciones y seguí mi ruta viendo al suelo.

Ya casi llegando a mi casa, miré el relajo frente a la puerta. Donde vivimos no es el mejor lugar del mundo, es en la colonia Belén de Mixco y está repleto de mareros, don Pablo.

Enfrente de mi casa estaban las señoras de la iglesia preocupadas por algo que yo no imaginaba, yo venía de trabajar y cuando me vieron se hicieron a un lado para que entrara. Allí estaba mi señora llorando con mi hija de 15 años, llorando en sus brazos. Yo me quedé callado sin decir nada y las abracé.

La verdad lo hice para ver que no tuvieran sangre en su ropa ni estuvieran heridas o algo así. Llamé a mi hijo que se llama igual que usted y lo revisé. Tampoco tenía nada, gracias a Dios.

Las mujeres de la iglesia murmuraban y no me querían decir nada, entonces mi hija me dice sollozando que el Chus, uno de los mareritos de la esquina, le había agarrado los pechos y ella lo había botado de un empujón, suficiente para ganarse las burlas de los demás de la mara, que una güisa lo había verguiado.

Mi nena lo empujó y lo pateó en la espalda y el desgraciado se levantó, mi hija empezó a defenderse a golpes, patadas y gritos y el Chus se le fue encima. Le tronó la cara, un sólo golpe de lado y le agarró la sien y el ojo.

Como yo estaba preocupado de ver sangre en su ropa, no le había visto bien la cara y allí estaba, la tenía morada, colorada y azul. El ojo reventado en sangre, lo blanco del ojo estaba rojo. Y así igualita se me puso la cara de fuego, de cólera.

Trataron de pararme y no escuchaba nada, sólo el Diablo pidiendo salir por el portón de la violencia; hice a un lado a las mujeres de la iglesia y sólo pude ver a mi esposa en el dintel de la puerta, en silencio. Pero sus ojos llorosos me lo confirmaron: tenía que ir a hacer algo porque esa gente no se queda con eso, los mareros siempre van más allá.

Chus estaba en la esquina con otros cinco. Eran seis en total. Yo llegué y le tendí la mano y se levantó sin dármela. Todos hicieron lo mismo pero yo empecé a decirles que éramos vecinos y que conocía a sus papás, que iban a la iglesia, que no fueran así, que habían lastimado a mi hija.

Que no queríamos problemas, que la comunidad es pequeña y que nosotros les apoyábamos, que nunca decíamos nada a los policías por respeto a sus tatas. Y los desgraciados, risa y risa, moviéndose de lado a lado, así como esquivando mis palabras, con las manos en las bolsas de sus pantalones, las gorras así puestas encimita de la cabeza, la cara levantada, desafiantes.

Chus se me fue encima y me quiso dar en la cara. Allí me quedé en silencio y le pegué.

Al otro día nos fuimos de la colonia y me llevé a mi familia a Pastores, allá por Antigua. Todo hasta que se calmaran las cosas porque faltarle el respeto a esa gente es la de nunca terminar, esa gente se venga y le pega a uno donde uno más le duele: en los hijos.

Los descuartizan y van dejando los pedazos por todos lados. Y allí va uno, armando a sus niños de a pocos, para poderlos enterrar en paz. Sufriendo con cada pierna que uno encuentra, con cada brazo, mano, torso. Siempre dejan la cabeza de último y uno no sabe a ciencia cierta si lo que se está enterrando es el hijo propio o el de alguien más.

Uno se va imaginando el dolor que sintieron ellos cuando los fueron cortando vivos, cuando con machete o sierra les fueron quitando sus extremidades y ellos aun respirando, llorando y gritando frente al horror. Uno se imagina el dolor de todos ellos, de cada uno que murió destazado como res.

Pero eso sí, el dolor es el mismo, don Pablo, el de papás y de los hijos. A Pedro Suchite de allá de la quinta y cuarta, le hicieron eso y se volvió bolo, se tiró a la calle y lloraba a gritos en las noches. La gente de las tiendas le regalaba el trago, nadie podía decirle que no y menos recibirle dinero. Cuando miraba a los mareros, les suplicaba que lo mataran a él también, pero nada, ellos también lo huían a él, era un muerto vivo.

Fue horrible verlo irse a la tumba de esa forma, hasta que se murió de frío en diciembre del año pasado. Decía que enterró a su nena cinco veces que fue en las partes que la cortaron. Chula la patoja, todo por no hacerle caso a uno de esos hijos de mala madre.

Era la única que le quedaba de la familia. ¿Se acuerda de aquel bus que se embarrancó en Quiché? Allí se fue su mujer y sus tres nenes.

Así que como le cuento don Pablo, sólo yo me quedé en la casa, a cuidar lo poco que tenemos porque sino esos patojos llevan a vivir a sus mujeres en las casas abandonadas y se vuelve sede de mara que ya nunca sale de la propiedad de uno.

"Qué grueso vos", le digo a Gustavo, un tornero de la empresa en que trabajo, "Pero, ¿tan maleados son?"

Si don Pablo, y peor estos que se los llevaron en ambulancia.

"¿En ambulancia? Pero... ¿Con qué les pegaste, pues?", le pregunto.

Con las manos. Soy cinta negra quinto dan en Kempo y segundo dan en Kung Fu.

"Ya", atino a decir y no puedo sino quedarme callado e impactado por lo que acabo de escuchar: la naturalidad, la cotidianidad de un país enfermo, casi terminal. 

El tráfico impera sobre la avenida Bolívar y escuchamos las noticias en silencio. Otro piloto muerto, esta vez en Ciudad Quetzal. Dos cuadras más adelante se despide Gustavo y se lanza esquivando autos y motocicletas. "Hasta mañana, don Pablo", dice el cinta negra, como el asfalto mojado de la avenida.

Sube por la parte de atrás de un bus y se va en el vientre de esa bestia oscura que bufa, de la ballena repleta de decenas de Jonás que rezan porque el monstruo los vomite vivos, ese monstruo que resopla enfilando el rastro de la luz. Rumbo a un sitio que pintó El Bosco, aproximadamente en 1505, del año de Nuestro Señor.

3 comentarios:

Marisabel Perez dijo...

Leí respecto a la obra de El Bosco: "Es el caos, y duele, y da miedo". Lo mismo se puede decir de este relato.

Juan Pablo Dardón dijo...

Saludos Marisabel, gracias por la visita :)

René Villatoro dijo...

Retrato duro, desgarrador, de una sociedad enferma que de a pocos se está muriendo, sin esperanza de mejoría. Cuando una sociedad así, parada en la orilla misma del infierno, se percata de su situación, el vértigo la envuelve y solo queda esperar que se lance al vacío...los que queden, repetirán el ciclo. Saludos