martes, 24 de junio de 2014

LA LEY DEL MÁS CABRÓN

(FOTO SOY502.COM)

Es aquella con la que crecemos los guatemaltecos donde todo se nos va en hundir las cabezas del que tenemos a la par, para que la nuestra sobresalga más. Ese aleccionamiento inicia desde temprana edad, cuando se le enseña al crío por medio de los actos de los padres, que debe ser el más “vivo” en todo.

Se le celebran los berrinches y esas pequeñas trampas de que hecha mano para ganar. “De todos modos es un niño y no entiende de esas cosas”, he escuchado a padres de mi edad decir, sobre esos pequeños actos que se van acumulando conforme pasan los años hasta convertirse en la programación sociológica del futuro ciudadano.

De allí eso de ganarse unos “centavos más” por medio de la transa, de ganar un poco más tiempo, al evitar la cola en el supermercado, o de parquearse en los sitios especializados para discapacitados o embarazadas. Supongo que todos esos minutos de más que ganan, serán invertidos en el prójimo, o en hallar la cura al sida o buscar vida extraterrestre.

Vemos el ejemplo del linchamiento moral al que fue sometido Lio Messi por no darle la mano a un niño guatemalteco previo a un partido mundialista. El crío no tenía que haber roto el protocolo y el futbolista no lo vio. Ah no, ofensa nacional. El padre dijo que era un niño que no entendía de protocolos, claro, pero si no se enseña desde pequeño a respetarlos, ya vemos que terminan tomándose selfies con el Papa.

O vemos a los motoristas de la semana pasada acelerando encima del graderío principal del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, rompiendo las gradas de un patrimonio nacional, descerebrados, aprovechados de ese pequeño permiso, para ser superiores e imponer el motor sobre el arte.

Esa abulia por los símbolos que nos representan se vio plasmada este domingo pasado, cuando se convocó a un plantón frente al Teatro Nacional. Viendo la respuesta en las redes sociales la semana pasada, imaginé que la cadena humana le daría la vuelta al Centro Cultural. Llegaron 50 personas.

El triunfo es de las personas que organizaron la infame actividad de Enduro Urbano (y la siguen defendiendo, esas bestias) al ver la poca respuesta de los “ofendidos” es demostrar que acá siempre es más ruido que nueces. De esa forma se logra demostrar nuevamente, la ley del más cabrón: lograr impunidad luego de haberse aprovechado.

Quienes la ejercen, la cumplen y la masterizan tienen una brillante carrera como políticos. Esa ralea de parásitos a nuestras costillas.

martes, 17 de junio de 2014

ASCO POR LA CULTURA

(FOTO SOY502.COM)

Fue este domingo por la tarde mientras los bosnios buscaban su segundo gol, el empate, contra los argentinos que en el timeline de Twitter vi la foto del motociclista brincando dentro del área verde del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, con el Teatro Nacional de fondo, como triste espectador.

Fue una actividad deportiva organizada por la Municipalidad de Guatemala llamada Cross Country Urbano, donde motociclistas y ciclistas de montaña pueden ejercer su disciplina en un ambiente citadino. Fue deprimente la escena, como ver a un moribundo al que todos le pasan encima, sin importar su decadente estado. El arte como pieza ornamental, un paisaje para subirse en moto.

Es como esos que se trepan a su moto acuática en las orillas del lago de Atitlán o Amatitlán, sin pensar en la flora y fauna que dañan, o sin siquiera ocurrírseles en cuidar el cuerpo lacustre al que utilizan de pista con sus juguetes de veraneo. Tengo varios amigos que lo hacen, pero – responsables – se interesan por su entorno y son muy activos en la conservación de su lugar de recreo. Varias discusiones hemos sostenido sobre el tema y me alegra ver que han tomado cartas en el asunto.

Regresando al tema de marras, se hizo un circuito de “6 kilómetros con áreas de obstáculos que estarán ubicadas en puntos emblemáticos e históricos de la ciudad, pasando por el Teatro Nacional, Instalaciones de Fegua, Palacio Municipal, el Estadio Mateo Flores, la Confederación Deportiva Autónoma de Guatemala – CDAG, entre otros”, según su página.

No me molesta en lo más mínimo que instalaciones que se suponen son para la difusión y disfrute de las bellas artes, se abran para otro tipo de público. Principalmente cuando se hace en forma de intercambio, pero cuando se aprovecha un espacio descuidado para terminar de destruirlo, ofende la apatía tanto de autoridades como de participantes.

Y esta falta de educación y abulia por los tesoros nacionales, no es culpa de bochincheros – en este caso –, ni de manifestantes, es culpa de gente con los suficientes recursos económicos (¡Qué ejemplo le dan a sus hijos!) para darse el lujo de adquirir una moto de enduro, equipo de protección y demás parafernalia (Q100 mil aprox.), para salir a quemar hidrocarburos y literalmente pasar por encima del tesoro que nos pertenece a todos: ricos, pobres, negros, blancos, indios, canches, sancarlistas, marroquinistas. Va, métanle a la ecuación comunistas y socialistas, curadores y anticuradores.

Lo que me entristece en este caso, es que el Teatro Nacional sea un ícono anacrónico de algo que nunca llegó a funcionar. Que necesite urgente mantenimiento y que se escuche más bulla de motos afuera, que de aplausos adentro. Es triste ver cómo es utilizado como un “obstáculo” para salvar en moto o bicicleta, más que un bien al cual tenemos que cuidar y no delegarlo a un ministerio inepto que poco hace por la cultura y el arte en este país.

Es obligación de nuestras autoridades promover tanto el deporte, el arte, la cultura y el esparcimiento en general, está en la Constitución (Artículo 91). Se hace a medias, se hace sesgado, se hace por medio de intereses solapados, con contratos pardos bajo la mesa. Pero es más fácil entrampar actividades, negar sueldos, cobrar comisiones, hacer compras sobrevaluadas, quitar presupuesto a la Editorial Cultura, olvidar a Radio Faro Cultural al punto de llevarla casi a la extinción, no pagarle a los maestros de música, o de artes plásticas.

El Teatro Nacional carece de muchas cosas que le impiden funcionar en todas sus capacidades. ¿Se hace, digamos, alguna maratón, carrera nocturna, rally o pintacaritas aunque sea, para recaudarle fondos? No lo creo, el jefe edil se limpiará las manos diciendo que es obligación del Ministerio de Cultura y Deportes y este diciendo que no hay presupuesto, porque se lo quitaron. O lo desviaron. O se fue en la compra de pelotas con la cara de un político.

El arte, la cultura y el pensamiento vanguardista dan asco al poder. Todo va bien si es costumbrismo, pero algo que rompa esquemas, jamás. En ese caso, se reconoce, la Muni golea al MCD en actividades culturales, talleres, espacios, etc.

Peeeero, sí sólo sí, están bajo el ojo protector del Sauron desde el Palacio de la Loba porque bien pueden pedir permiso para meter motos al patrimonio nacional cultural (y luego se lavan las manos categóricamente… por cierto, los organizadores tienen la obligación moral y penal de componer lo que destruyeron), pero deniegan conciertos bien organizados, propositivos y que apoyan bandas locales. Claro, es rock y era organizado por Farnés del Bad Attitude. Enemigo jurado de las buenas costumbres ¿vaa vos, canche?

Siempre es útil a largo plazo escoger que se da a conocer y que no; no por nada Hitler quiso hacer su ciudadela de arte en el Tercer Reich (el Führermuseum, en Linz, Austria), a dedo, quemando todo aquello que iba contra sus negros hígados. Lo mismo sucede cuando se escogen las actividades culturales que gustan o no: se emula el control, se encausa a beneficio de clase, el libre pensamiento.

Controlar el arte, la cultura, mantener a la mínima las instalaciones para difundirlo, es una estrategia no política, sino de clase dominante: quien tiene el poder sobre cómo se divierte, lee y piensa un pueblo, tiene el poder sobre su risa, su asombro, su imaginario y tiempo libre. Y así nacen las dictaduras.

martes, 10 de junio de 2014

LA PAZ ES UN MITO


Nos persiguen fantasmas de la guerra. Pero de la primera guerra que hemos sostenido como especie, esta violencia moderna es producto de una violencia primitiva. Las balas perdidas caen desde tiempos inmemorables.

Hay paranoia y desesperación, crujir de dientes y tronar de dedos, la Biblia cumple lo prometido y no porque sea verdadera la palabra de Dios, sino porque resume la condición humana. Lo mismo que vivieron hace cuatro mil años, seguimos viviendo ahora.

Las Guerras Médicas en Grecia, sólo trazaron el camino a la Guerra del Peloponeso. Hablamos de la civilización que fundó los pilares en los que ahora sentamos la nuestra: conflicto tras conflicto, con ciertos ideales por las cuales seguir luchando: la esperanza, la paz, la equidad.

Es el conflicto la verdadera esencia de ser humano. No es cosa de la vida moderna, no es culpa de la televisión, o del dictador más reciente. Es la lucha de poderes, es ese ideal de alcanzar ese horizonte donde todo, al fin, podrá descansar. Pero no es así.

Se rebasan las cuotas de poder, se superan las fronteras, las ganancias, los ejércitos y el poder nunca termina de llegar. Esa palabra sobrepasa en acciones a su significado. Detrás de esa búsqueda, de esa Odisea, lo único que queda es la injusticia.

Por eso vemos que personas cansadas de ellas se levantan en armas. O linchan a la primera sospecha de alterar el orden público, o apedrean a judíos, o desnudan a una canadiense, la rocían de gasolina, todo por confundirla con minera.

O disparan a mansalva contra los manifestantes, o se congratulan que condenen a uno, mientras otros siguen matando, robando, tomando, violando. Es el apestado del momento que hay que apedrear y mientras eso sucede, otros roban en la multitud enardecida, feliz viendo arder la pira.

Esto no va a cambiar con nada. La paz es un gran mito, es la tierra prometida mientras seguimos caminando – herederos de Moisés – un desierto rumbo a la nada. Y en el ínterin, Sísifo se repite en cada uno de nosotros con la misma celeridad con que esperamos el cambio.

Los mitos antiguos desnudan la verdad nuestra. Una guerra se repite eternamente bajo nuestros ojos: cambian las armas, pero no los motivos. Acaso no hemos existido del todo, talvez somos los últimos instantes de lucidez en una mente moribunda, atravesada por el vientre por una pica.

El sol observa el campo de batalla y un soldado casi muerto, imagina el futuro, lo que se perderá él, sus hijos no nacidos o huérfanos, el túnel del cielo no es otra cosa que la imaginación a mil. Reflexiona si su muerte tendrá sentido, si el poder, ese animal que escapa corriendo el horizonte, será atrapado un día.

Detrás de él agoniza un escriba de Mosopotamia degollado por un egipcio, y miles de años antes, alguien rescata del fuego de Uruk el conocimiento para hacer cálculo, tablas de barro que dan cuenta de la destrucción. Abel sucumbe a Caín. El primitivo mata a otro para robar sus pieles. Esto es un teatro para el cosmos.

Ahora somos seres más informados y gozamos los avances de la ciencia, hemos dejado de matarnos por el confort que poco a poco ha llegado. Pero ese llamado a la sangre, late por siempre. Alguien se despide del mundo miles de años antes que los motores de combustión interna, de la Bomba H, de los poemas y el horror. Herodoto da cuenta de ello. 

martes, 3 de junio de 2014

TARDE DE SÁBADO


Los muchachos circulan por la 18 calle de la zona 12 con el reggaetón a todo volumen en su auto polarizado de escape ronco. Reír es lo único certero,  mañana no, es una promesa tan lejana como esa vida de excesos que rapean con voces chillonas los cantantes de ese género tan amado y odiado. Sus ídolos. Ellos quieren ser reggaetoneros porque es la salida fácil a lo que se les viene encima: ir a morir contando dinero ajeno a un banco, o ir a morir en un call center.

El taxista circula a velocidad Warp. Trasciende espacio y tiempo, el canal intergaláctico de la 7ª. Avenida rumbo a la Universidad de San Carlos. Lleva cara de desquiciado, huye de una amenaza que le persigue, talvez un TieFighter le persigue, o los klingons, o simplemente va a la velocidad del deseo. Puedo verlo en su Hyundai Aeon y la cara muy pegada al volante. Detrás de él, una estela de sus pensamientos y neutrones veloces que oídos no iniciados, confundirían con ruido y prisa.

Ella, la muchacha habla por celular y se atraviesa la calle. Es terciopelo el concreto y la acera, tiene botas imitación de Uggs y sostiene una conversación, quiero imaginar, con su novio. Tiene cara de enamorada y flotando va a media calle, el mundo alrededor de ella acontece con esa parsimonia y tiempo detenido con el que acontece a los enamorados. Ella es una burbuja y afuera las bombas atómicas se abren como girasoles.

El semáforo está en verde y los reggaetoneros siguen la marcha. El semáforo está en rojo, pero el taxista intocable a la velocidad de la luz, pasa. El choque. Es una explosión de cosas y de sonidos, los escombros caen lentamente como la ceniza de algo que dejó de existir y se deposita en el suelo delicadamente. El holocausto, por ejemplo.

Las cabezas se agitan en ese encuentro del metal y plástico. Los muchachos con la bendición de la juventud, salen inmediatamente del auto a ver el desastre. Están bien. El taxista, el más golpeado, el más imprudente, ha chocado contra unos cigüeñales de motor incrustados en la acera por los habitantes de la casa donde regularmente, van a dar los carros chocados en ese cruce. La experiencia de la vivencia.

Hay a media calle vidrios rotos, el radio del taxi, el suéter del taxista, una mochila con sus contenidos desparramados, un rastro de aceite, el auto sangra su sangre negra y espesa de las entrañas metálicas. El taxista se duele acostado sobre el timón y despierta poco a poco, regresando de la ficción a una calle en medio de la colonia La Reformita. Se levantan de los dinteles de las puertas, los borrachitos locales soporizados a la ficción del mundo real y empiezan a caminar como los cuerpos lo harán el día del juicio final. La onda de choque se desplaza a 343 metros por segundo. 

Hay a media calle una muchacha tirada que no sabe lo que pasa, hace unos segundos flotaba a través de la calle pensando en el futuro como única posibilidad. Allí está tirada, víctima fatua de las circunstancias, víctima del reggeatón, víctima de física. Tiene la vista perdida e intenta moverse pero su cuerpo está desconectado de las órdenes confusas de su dueña, ella vive aun y está dispuesta a media calle, su estructura rota, quebrada. La cabeza abierta por donde sangra su sangre roja que se mezcla algunos metros abajo en la calle, con la sangre negra del taxi. La vista fija en el cielo como un meta, habla para sí misma cosas que ya nadie nunca sabrá.


La gente rodea la escena corriendo, algunos ayudando, otros con morbo. La tarde de sábado ha sido arrebatada del hastío para los vecinos. Así inicia otro invierno.