martes, 30 de julio de 2013

EPITAFIO INEXACTO DE MARCO ANTONIO FLORES


Hace algunas semanas me avisaron que se accidentó uno de los escritores más importantes que ha dado este pedazo de tierra, me llamaron y me dijeron esto "Vos, se hizo mierda el Bolo Flores y está grave". Me dio una especie de angustia porque vamos, ya estaba grande este escritor y supuse que había quedado con la alcancía rota.

Pero no, lo vi en fotos al día siguiente y el canado bigote sonriendo con el sarcasmo de siempre. Intuí que estaba bien, lo supe porque a ese cabrón le pasó de todo y allí estuvo y estará. Me solicitaron si podía empezar a escribir un epitafio que sería publicado el día de su muerte y, oh honor de honores, accedí.

Pero se me hizo un gesto de mala fe (de rata) y decidí no continuar escribiéndolo porque al buscar en mi memoria la imagen que tengo del señor, fue evocar a una persona jovial, fuerte, con vitalidad y lucidez. Un inmortal.

No pude continuar redactando un epitafio de alguien vivo. No de él. Abandoné la tarea esperando que la tristeza de la noticia - cuando llegara en su momento- me diera el impulso final para terminar el texto.

Vaya. Se murió el viernes pasado y no hice nada. Estaba yo enfermo de alguna infección de oído, posiblemente de escuchar tantas sandeces y el corazón se me hizo marchito y pobre, con esa noticia. Me vi imposibilitado de hacer algo, la fiebre se tornó en mutis y en una reflexión lenta que acompaña siempre a la tristeza.

Enterarme de su deceso fue el punto final a una semana violenta, de tanta muerte. Los jóvenes muertos por el asunto del celular, víctima y victimario. Los desnutridos, los pilotos asesinados, los accidentados, extorsiones, linchamientos. "Tanta gente muriendo y ahora este cerote, en mal momento", pensé, pero así es la cosa. Toca y toca, se acabó. No supe a quien darle el pésame, hace mucho perdí el contacto con su hija Alejandra, y no hallé con quien compartir esta sensación de vacío. Me abrazo a esta página porque no tengo remedio.

Y me doy un poco de risa propia, me río con un dejo de pena personal por estar hablando tanta mierda sentimental, cosas que odiaba el difunto. Pero vayan ustedes a saber, sucede que Marco Antonio Flores era un animal sentimentaloide. Somos todos, al final de cuentas, bestias lloronas frente a la depredación del tiempo.

Hoy salió publicada en mi columna de Siglo 21 la introducción a ese texto fúnebre que me solicitaron. Nada más. Se las comparto porque algo hay que hablar sobre ese pisado, sus novelas bandidas, cabalgantes, recias se anteponen a la intimidad del orden de su fuero interno, de su poesía justa. Este es, pues, mi homenaje que nunca tiene fin porque nunca lo terminé:




Me regañó. Lo primero que hizo cuando le entrevisté a él, el escritor, mi admirado escritor vivo, fue una gran madreada como solo él sabía darlas. Me enseñó en cinco minutos, cuando revisó mi batería de preguntas (me arrebató la libreta de apuntes y fue tachando mis facilismos, los lugares comunes y tontos de la retórica periodística), una lección de periodismo que ninguna aula. Una lección de lucidez que ningún otro.

Fue mi primera entrevista y la mejor, el periodismo, ese periodismo feroz que se filtra a través de su narrativa, me caló hondo. El Bolo, la historia, la leyenda le confiere ese halo que solo los grandes logran a través de una vida coherente y consecuente consigo mismo. Su coherencia fue la literatura y la consecuencia, una obra escrita que sigue más viva que nunca, más viva que él, más viva que usted y yo.

Su vida fue la confrontación, fue un peleador nato, un crítico de esquemas establecidos que muchos dan por sentado. Criticó a ese aparato gigante que es la oligarquía donde sus tentáculos de poder abarcan todo un país y evitan el desarrollo en las fuentes básicas de la vida: educación, salud, seguridad.

De igual forma criticó a su símil (aunque antitésico), al monstruo horrible y facilón que es la izquierda soberana, panzona e inactiva. Esa que fusila poetas, esa que lanza huestes jóvenes al calvario, esa que sacrifica poblados en un ajedrez desde la academia, desde los cónclaves internacionalistas, la pedigüeña, la mendicante de la comunidad internacional. La misma que le negó las armas, para bien de los que amamos su obra.

Lo vi pelearse en Siglo.21 con los correctores de estilo que le corregían la voz literaria. Era un purista de sí mismo, eso le agenció no pocos enemigos con su voz pausada y enciclopédica que tocaba temas, los hilaba en una conversación que empezaba con Asturias y terminaba en Bora Bora. Sus puntos de vista se sostenían en erudición y sentido común, no había más crítica que la simpleza, que el lenguaje llevado a su esencia: comunicar ideas. Sus poemas dan cuenta de ello.

A él le conocí cuando quise ser escritor, le leí y para alguien que se había memorizado Neruda y Darío completo, fue un golpazo, un necesario despertar abrupto. Me dejé guiar por esa narrativa atómica, por sus poemas exactos. Leerle me llevó a algo más: el mundo. Él me trajo los escritores gringos y los judíos, "No leer a los genios por razones políticas es lo peor que te podés hacer, no seas mula", y le hice caso.

Él me enseñó a abordar la lectura con una visión crítica, atenta, cuando yo ya era viejo. Tuve que releer mucho luego de eso, buscando siempre el punto de quiebre de la literatura, la solidez de las palabras. A distinguir el genio del cretino. A saber que la guerra tuvo sentido y se perdió todo. No hay alabanza en la literatura, sólo iglesias, hay novelas y hay panfletos. No hay nada, solo palabras y palabras dispuestas, esperando, agrupándose y acosando sin cesar.

Me demostró que siempre se aprende, que nunca se termina de escribir nada, ni novelas ni poemas. Y lo más importante, que en la literatura no hay héroes. “Sos mi héroe”, le dije en son de broma un día. “A vos lo que te falta, es leer más”, me dijo, "y vámonos a la mierda que ya anocheció". Y se fue.

martes, 16 de julio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: KARINA

La había visto muchas veces por las noches, como siempre, activa, llevando y trayendo viandas. Lavando trastes, sirviendo hielo, destapando botellas de mineral; una orden y a cumplirla porque hay que hacerles caso a los señores de la casa y atender bien a los invitados.

Ya perdí la cuenta de las veces que la he visto con su menuda figura batallando en el perfumado ambiente nocturno de nosotros, visitantes asiduos de la casa, fiesteros de la noche, bullanguero de café a las tres de la madrugada.

Allí está "la Karina", la cosificación de la persona, pero siempre bien querida; al menos es lo que aparenta. En lo personal, le tengo aprecio, me gusta su sonrisa plena y me hace pensar cómo alguien puede ser tan feliz así por así. Es un misterio su amabilidad y su origen.

Si quiere un pan con algo, ya sabe a quien solicitarlo; ¿alguna sopa para disminuir el sopor del licor? Karina sobre la estufa picando cosas, mezclando allá, condimentando acá y ¡presto!, Sopa contra la borrachera.

Es el apoyo perfecto de la velada; todos pueden desentenderse de los oficios frente al vivaracho y dilecto accionar de la chica que se mueve como pez en el agua por las noches que la he visto. Sin ella esas fiestas serían un fracaso.

La otra vez yo buscaba una hielera de mesa porque hacía falta en la faena, y me metí en la cocina a explorar gabinetes; la tele de la cocina transmitía The Wall y me quedé observando el marchar de los martillos en esa potente e inmaculada animación, cuando aparece Karina y - un poco avergonzada - trata de explicar el por qué estaba viendo esa película. 

“¿Le gusta?”, le pregunto. “No entiendo mucho pero no hay nada en otros canales”, explica, y miente, porque es el DVD el que funciona. Le digo que ese disco es genial y que la música es el eje central de la película.

Ya más en confianza al ver que hablamos el mismo idioma, comenta que siempre le ha gustado el rock pero que “esa música es un rock diferente, nada que ver con los Héroes del Silencio o Viernes Verde”, se sonríe. Conoce sus grupos la chica. 

Le hablo entonces sobre Pink Floyd y le ofrezco un disco con su música. Me prepara un pan con pierna horneada y regreso a la batalla social con la hielera encopetada. 

Afuera el reggaetón sacude el ambiente y los cuerpos.

El fin de semana pasado regresamos a la casona de las grandes fiestas y excesos. Le di su disco a Karina, le sugerí que lo escuche en sus noches, antes de dormir. Ya puedo verla volando a la par de David Gilmour mientras canta Learning to Fly. A la próxima le llevo Megadeth.

martes, 9 de julio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: JAIME


Es un niño silente que se cuela en las reuniones de adultos que le dejan estar porque al final de cuentas es como cualquier otro niño que solo mira y calla.

Se mete debajo de la mesa del comedor donde se hacen los negocios y escucha atentamente información que no tiene sentido para sus oídos, pero en la charla de sobremesa se fragua un destino de muchos.

Por las noches, en su casa de Antigua Guatemala, sin teléfono, sin Internet, vuelve su atención a los cientos de libros, extrae uno a uno y va leyendo sobre la guerra, la gran guerra mundial, la segunda.

Avanza sobre esas grandes batallas, el ajedrez humano que hizo Rommel contra Montgomery, la marcha segura y metálica de los tanques de Patton, el puente sobre el río Kwai, todo Guadalcanal con ese vaho que se puede sentir escaparse por el entrelineado de los libros de historia.

Toma papel calco, lo coloca sobre las imágenes de las enciclopedias y dibuja los cañones, los autos blindados, los fusiles, los aviones. Al momento de dibujarlos se apodera de esos objetos; así se vio con una serena colección de M-1´s, de tanques Sherman, de Hellcats, de Messerschmitt.

Luego, a cada hoja le pone a máquina de escribir su descripción técnica, materiales, rendimiento, capacidades, armamento, calibres. Todo. Esto con el fin de traspolar la historia por medio de una imagen, de resumir en una silueta el trabajo de los hombres que hicieron máquinas de destrucción.

Obsesivamente, guarda, clasifica, dibuja, hace, fabrica imágenes por las noches, en la soledad de una casa redonda donde se gestan las preguntas primigenias y fundacionales del quehacer artístico.

Toma una máquina, la propia, una cámara fotográfica y empieza a utilizarla para seguir documentando, ya no los libros, sino el mundo. La poesía es retratable y ese principio lo aplica; historias que guardan el instante justo en que la cotidianidad hace el salto hacia el arte.

Hay que estar atento a eso, con los sentidos a tono para no perderlo. Entonces se escribe o se toman fotos con el caso de este chico. Puedo verlo más adelante detrás de la máquina fotográfica: es la misma sensación de estar debajo de una mesa de comedor: escuchando, viendo.

martes, 2 de julio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: JÓSE


Nos juntamos en la fila de un cajero y empezamos a platicar con esa facilidad mía que tengo para hacer que la gente me abra los cuartos más escondidos de su ser. Tuve que ser policía o cura, no escritor.

La cosa es que Jóse (léalo acentuado en la “o”) es un hombre maduro que redondea el medio siglo de vida y es de plática alegre muy fluida. Me cuenta que es jefe de “parqueadores”.

Exijo más detalles de un oficio que jamás he escuchado y se me hace tan interesante como el de un columnista de culturales de un diario. Su trabajo consiste en coordinar el parqueo de un prostíbulo por las noches y ver que los chicos que ordenan los autos lo hagan de manera ordenada, clasificada y justa, para evitar las peleas por comisiones de parqueo.

Ha visto de todo; ha sido testigo de mucho, principalmente de peleas callejeras y balaceras. Lo que no se permite es que vulneren los autos de los clientes, porque son tan sagrados como las mismas mujeres que trabajan adentro. Sin ambos, no hay negocio.

Usted puede dejar su auto estacionado con ellos, que nada le pasará; puede estar seguro, me lo afirmó. Ostenta el fabuloso récord de ningún carro abierto en 20 años. Su secreto: contrató a los ladrones.

Están organizados y trabajan por turnos; ya sacó a dos del bachillerato por madurez y uno ya es administrador de uno de los clubes de caballeros del “jefe”. Entiendo y prefiero que no me siga contando de él, porque pone nerviosa a la señora de enfrente. 

“Yo pude haber trabajado adentro, pero lo mío es la calle, es más sano sin inhalar tanto cigarro, sin ser testigo de cosas, sin ver el amanecer, sin pasar encerrado mientras catean el lugar”, dice Jóse.

Lo peor que le ha pasado, dice, es haberse enamorado de una de las chicas. Se vio jodido, sin hambre, sin sueño, colérico, desconfiado, angustiado, lloroso, chipe. Celoso, en resumidas cuentas. 

Optó por ya no ponerle atención ni pensar en el bacanal post portas y así lo dejó. Un día le llevaron un pan con un jugo y un papel de su parte donde le decía que si él personalmente le podía llevar a su casa porque ya no quería al taxista de siempre.

Esa noche le confesó manejando que no quería más trabajar la pista y se quedó con él. Ahora es su mujer y me la señala sentada con cara de aburrida en un auto, revisa un periódico, el teléfono y tiene un aire de ama de casa hastiada pero tranquila, de ese hastío sereno y justo, sin emoción, colmado de rutina y quehacer doméstico, un día tras otro, tras otro, tras otro. Tras otro.

Lo felicito y me despido; es mi turno al cajero.