martes, 25 de junio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: GIANLUCA

Es la tarde y la noche le encuentra montado en un caballo. Es un niño realmente alto para sus 12 años, aunque de niño nada; es un preadolescente a quien su nana se refiere como el “niño Gianluca”.

Hace equitación, es un campeón en su categoría y su nombre ya es reconocido en el pequeño pero ultracompetitivo circuito internacional de deporte de caballos. Practica el salto y la doma; aunque esta última es su favorita, brinda más satisfacciones familiares y premios el salto ecuestre.

Cepilla a su caballo de nombre Volucer –como el del emperador romano Lucio Aurelio Cómodo, hijo de Marco Aurelio–. Es un animal bello que resopla de placer cuando el cepillo de cerdas rústicas le raspa el polvo de su pelaje brillante barcino. Es un andaluz pura sangre de ojos que enamoran.

Sube en un todoterreno con cuatro guardias de seguridad, que marcha velozmente del Hipódromo del Sur a una mansión en la zona 14. El chico cena profusamente y se sienta con su madre, una orgullosa madre, a revisar las tareas del sexto grado de primaria. Tiene que adelantar mucho para poder tomarse las siguientes dos semanas para la competencia en el Hipódromo Presidente Remón, Panamá.

Un baño y redes sociales. Avanza algo del videojuego del PS3 que actualmente juega: es el Assassins Creed III. Redes sociales controladas de parte de la mamá que le permite subir las fotos del día de los entrenamientos y actualizar su estatus hacia el siguiente objetivo: tercer trofeo regional en línea.

Lee sobre caballos, ve videos de esos animales, estudia postura y lustra sus elegantes botas hasta la pantorrilla por las noches. Al menos ese gusto se da: el aroma oleoso a queroseno del betún negro y pardo, el cuero brillante y su fetiche, el incipiente fetiche por la piel.

Duerme en un cuarto enorme que tiene su primera silla de montar como un recuerdo, un adorno más en una estantería llena de juguetes viejos. Tecnología y bisutería para la diversión de un adolescente en ciernes que ha pasado su vida en un colegio privado, fincas, establos, aviones y fama. Ya sabe que estudiará la universidad en Italia. 

Sus sueños, eso sí,  son un misterio.

miércoles, 19 de junio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: APOLONIO

Es el policía del serenazgo cerca de mi trabajo. Es del oriente del país, de Agua Salóbrega, Sanarate, y habla con el desparpajo y desenfado propios del lugar. Es un tipo bonachón y amable, sin pelos en la lengua. Dispara más malas palabras que balas y me cae bien.

Cuando le toca trabajar de noche por ahí pasa a fumarse un cigarro y mantiene el orden y la calma en la tienda/cantina que funciona en la esquina y que se llena de motoristas cansados de esquivar carros en el día y se atoran de ron por la noche.

Apolonio habla de lo duro que es ser policía, el sacrificio, las horas de estar parado, los dolores de talón, los problemas de espalda. Cae una leve llovizna y se estira echando las manos a la cintura y lanzando hacia adelante la prominente barriga.

“Ya estoy a verga, papá”, me dice. Quiere hacerse policía privado pero es exactamente lo mismo: le joden los horarios, hay que trabajar de corrido, 12 horas, bajo sol, agua, puteadas del oficial; mueve el bigote y se lo peina con el dedo. “A veces quisiera regresarme a cuidar mis vacas”, añora; me da la mano y sigue caminando con las piernas abiertas que jamás alcanzarán a un ladrón velocista.

Rodea la cuadra donde le espera la pareja con chaleco flourescente. La vez pasada les compré café, y la cara de su compañero, un niño, estaba asustada, cansada y apática. Pude ver una corona de oro cuando me dijo un gracias apagado como sus ojos. Este viene de San Marcos y es callado con un dejo nostálgico, había pedido su traslado, me dijo Apolonio, a su tierra. 

Esto que les cuento fue hace dos meses. La semana pasada lo volví a ver en los periódicos, el retrato del chico callado y de ojos cansados. Fue asesinado junto a otros 8 compañeros adentro de una estación policial por un grupo de delincuentes armados que los masacraron sin oportunidad, a sangre de reptil, a traición.

Me siento jodidamente triste por el chico, un joven trabajador arrebatado de la vida por algo que nunca entendió. Le mando a Apolonio, su ex compañero, un abrazo que seguro lo sufre también.

Mi solidaridad con los policías muertos de Salcajá. Un abrazo a las familias también; un abrazo para todos nosotros en estos tiempos violentos e inentendibles. 

martes, 11 de junio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: GABRIEL

Vendía chocolates en Barcelona. Mi amigo catalán era un vendedor de golosinas gringas en la ciudad donde pareciera que el monstruoso tridente de Neptuno intenta romper la tierra en forma de una catedral de piedra ideada por Gaudí.

Sentados en una terraza de la Caleta de Parafrugell comiendo pulpos fritos en aceite de oliva, le contaba la aventura de vivir en el tercer mundo. Los ojos le brillaban cada vez que le hablada de estos países sucios y encantadores que habitamos. Nunca imaginé que se vendría para acá cautivado por el mismo gen exploratorio de Gauguin. Supe de su llegada a Guatemala y su pronta partida a Belice donde el Caribe le llamaba con fuerza.

Lo encontré dos años después en Panajachel y me contó su rutina. Era pescador de langostas en Belice, y salía temprano en la madrugada cuando el agua estaba calma; se subía en un cayuco y remaba rumbo al arrecife donde se sumergía con arpón a sacar los ricos artrópodos.

Pescaba alrededor de cinco al día, lo que le suponía suficiente ingreso de sobrevivencia. El resto del día dormía escuchando reggae y comiendo frutos del mar. A la tarde, la rutina, aunque eventualmente le tocaba atender a grupos de turistas en busca de lugares alternativos para conocer. A cambio de algunos euros pescaba las langostas, las cocinaba y las servía con abundante ajo, pan de coco y cerveza lager. Fogata a la orilla de la noche y a escuchar a los garífunas contar las cosas que ellos cuentan.

Estaba bronceado, tonificado y menos vampiresco como cuando lo conocí en Europa; me habló de su próxima aventura nocturna que incluía canoas, mar y trasiego de mercancía de Honduras a Guatemala y Belice. “Nada de drogas tío, cervezas, mariscos, pan, carnes”, y encendía un puro que elevaba su aroma dulzón hacia la noche.

“No extraño el Mediterráneo; de noche es un mar frío y te agota los huesos. Allá en los cayos el agua es tibia de noche y es lo más cercano a flotar en una placenta, un enorme vientre de donde venimos todos”, me explicaba mi amigo hippie, enamorado de la natación nocturna. 

Estábamos sobre un muelle y le ofrecí un Milky Way, rió y se comió la mitad recordando su antigua vida vendiéndolos. Nunca le volví a ver.

Ojalá, la mar no se lo haya llevado con su lancha de contrabando.

miércoles, 5 de junio de 2013

LA VIDA DESPUÉS DEL SOL: JULIETA


Lo primero que hizo fue bajar la butaca a ras de suelo, sucede que la chica es de muy baja estatura y yo alto, por lo tanto, no llegaba a podarme la cabeza con sus manos blancas, unas manos minúsculas que malabareaban las tijeras magistralmente.

Hablamos de inicio a fin mientras me atendió, es un muchacha de muy buena educación y modales, corta el pelo porque fue la salida de su pueblo natal, Tecpán, donde estaba destinada a seguir la larga tradición de hacer tortillas a diario hasta que se muriera y dejara la descendencia para el mismo destino: o la tortillería o el campo, para hijas e hijos, respectivamente.

“Supongo que tiene que salir muy temprano”, le inquiero, “pues más de lo normal no, en mi casa nos levantamos siempre antes que salga el sol”, y yo me avergüenzo un poco porque a mí me cuesta despegarme de la cama a las ocho de la mañana.

Le sigo preguntando y me explica su ritual de noche: “Salgo de acá y camino hacia la carretera Interamericana donde espero el bus, a veces llueve y a veces no, me mojo y la gente también, subimos a la camioneta que huele a gente mojada porque la mayoría que lo tomamos somos trabajadores que andamos empapados en invierno”.

“Llego a mi casa caminando y ayudo a mi mamá con la cena, le doy de comer a mis hermanos y lavo platos, luego la ropa hasta las diez u once, rezamos con mi mamá y luego me voy a dormir en el cuarto donde estamos tres de mis hermanas y yo”.

“Le doy buenas noches a mi papá que no me habla desde que dejé la casa para estudiar para estilista, pero como es mi papá, le debo respeto y le cuento mi día antes de dormir. No me habla pero sí me escucha y me aconseja a través de mi mamá.”

Esa es la noche de Julieta, le digo que se llama como la famosa enamorada de la obra de Shakespeare y que una tierna canción de Fernando Delgadillo tiene su nombre. Al contrario, ella me dice que de elegir, preferiría la vida de la cantante Julieta Venegas.

Es muy amable y le dejo una propina. “Que le sirva para ayudarse a comprar un abrigo impermeable”, le digo. “No, a mí me gusta el agua, me gusta la lluvia, yo fui sirena o milpa en mi otra vida. Hoy mejor les llevo pizza a mi familia”. Chau Julieta, adiós señor.