jueves, 3 de marzo de 2011

ADIÓS ALICIA

Ella nació en 1920, el mismo año del nacimiento de Mario Benedetti, Isaac Asimov y Ray Bradbury. A diferencia de ellos tres, Alicia Gudiel de Pereira, no se dedicaría a escribir sino a un oficio más mundano como el de ama de casa. Apenas, varias décadas después, mi abuela me regalaría un libro titulado Los Pitones de Selene, al saber que me gustaba escribir poesía. A ella le gustaba escuchar boleros. Compartimos la melancolía.

Poco sé de la infancia de mi abuela que mientras escribo esto agoniza en una cama de un hogar de ancianos, sé - eso sí - que fue adoptada y que había sido designada en consulta familiar a ser la que cuidaría a su mamá en la vejez, es decir, a ser una solterona. No conozco su versión del caso, pero no estoy muy seguro de su aceptación plena de tan fatuo destino.

Sí sé, que no le pareció del todo, porque decidió irse con mi abuelo quien le dijo que se la robaba porque estaba enamorado de ella. En aquel entonces mi abuelo Alfonso trabajaba en Puerto Quetzal y le dijo que llegaría por ella en el tren del viernes por la tarde. Al contarlo a sus amigos, le despidieron de soltero y apareció en el tren del lunes de la mañana, borracho como cuba, a llevársela a vivir al puerto.

Pasó tres días sentada en la estación esperando por su flamante prometido, pero el regreso a la casa paterna ya era un imposible. No puedo imaginar la angustia de esas horas y la gente mirándola con su valija en espera del mujeriego que fue mi abuelo. Es para escribir una novela pero creo que García Márquez ya agotó el tema.

La conocí y la quise como se quieren a las grandes abuelas. Esos seres de amor y desprendimiento que se convierten las madres. Tenía una tienda enorme, Miscelánea Alicia, una especie de supermercado de pueblo que tenía de todo. Aun tengo la imagen de ese techo altísimo que era la casona de esquina de mis vacaciones de fin de año, vivía para ello, era respetada con esa reverencia provinciana que ya no conozco.

El bullicio del mercado de enfrente y ella caminando, siempre ocupada en menesteres que nunca sabré, en la espera constante de mi abuelo que buscaba algo por el mundo que nunca encontró, y nosotros en medio, mi hermano y yo. Así nos formamos, en la casona de Escuintla cada vacaciones de fin de año, cada uno su personalidad.

Mi hermano el incasable trabajador que atendía la tienda, partía trozos de magdalena para vender junto al fresco de crema, perseguía moscas - mi chaparro - para ayudar a la limpieza. Comía galletas, limpiaba el mostrador con sus seis años. Yo, metido en los libros del abuelo, leyendo Revista La Semana, enterándome de hechos históricos, devorando libros, páginas, oraciones, palabras, letras, fonemas, sonidos, parapetado en la literatura. Enamorándome a los nueve años de la escritura.

Mirábamos telenovelas y ella sufría y nosotros a la par de ella con esa solidaridad que genera la tristeza ajena. En este caso, la de los personajes que vivían las vidas que ella - supongo - quiso vivir. A final de año era de esperar las procesiones de la Virgen de Concepción y de Guadalupe, frente a la terraza de la casona. Los Novenas y los nietos designados como músicos esporádicos a tocar las tortugas, tambores y chinchines para los cánticos.

La feria de Escuintla y nosotros vestidos de "inditos" a la usanza tradicional guadalupana, tengo una foto mía junto a mi prima hermana Claudia donde aparezco de señor de Totonicapán, con mi pantalón corto, caites, camisa ceremonial y vara de alcalde. Un tzute a la cabeza y un bigote con mosca pintado.

Tanto que hice en esa casa, tanto que investigué el mundo de la costa, sus ritmos, su cadencia, las golondrinas a la tarde cantanto el fresco de la noche y mi abuela Alicia llevándonos de la mano por ese mundo tan raro como lo cuento ahora.

Cada vez que venía a la ciudad era una fiesta, nos traía una bolsita con los mejores manjares de la tienda, chocolates, dulces, galletas, de todo. Tuvo varios loros y recuerdo como si hubiera sido hoy mismo a la Pancha, una lora real que hablaba y era tierna con nosotros, a pesar de gran pico y uñas fieras.

La Pancha, de años de vivir cerca del mercado se memorizó los jingles de la radio comunal que allí funcionaba y que se transmitía por altavoces. Cantaba desde villancicos navideños hasta propaganda política de la UCN de la cual mi tío fue alcalde... "Unión del Centro Nacional... UCN... Uniooooooooooon del Centro Nacionaaaaaaal... UCN" recitaba como loro. El abecedario, los nombres de cada uno de los nietos.

Yo miraba fascinado a esa bella ave mientras mi abuela hacía queso de la leche que mi abuelo llevaba a diario. Recuerdo todo el proceso, ir comiendo las bolitas de prequeso que iban saliendo, sin sal, con sal, moliendo en la tabla de madera, las hojas de banano para envolverlo y mantenerlo fresco. El contacto con la tortilla caliente y cómo se derretía.

Eso era suficiente para cualquier crío. Era suficiente para nosotros, sentados en las grandes sillas agitando los pies en el vacío porque aun no llegábamos al suelo, el fresco de crema, de fresa, los frijoles volteados.

Luego las primas, Claudia y Mafer, a jugar en esa antesala de la costa grande, a inventar la casa en laberintos fantásticos con tal de agotar el tedio. Sobre ello, la abuela, su cabello corto, sus ojos pequeños y robustez de matriarca.

Con los años se fue agotando, consumiéndose en la memoria hasta que su cerebro rindió defensas ante la toma del Alzheimer y empezó el delirio. La confusión de tiempos, de gentes, de lugares.

Poco a poco fue combinando la realidad con la memoria y el mundo se tornó en un sueño constante para ella. Me fue olvidando, se fue olvidando de este instante y la represa de rostros se desbordó a colocarnos nombres de muertos a los vivos. Yo fui maquinista de tren, su nieto, el dueño de la zapatería y a ratos me volvía a preguntar por mi hijo. Yo sufría como lo hago ahora.

Si bien las ausencias de mi abuelo eran históricas, su apoyo de toda la vida fue Carmen, la muchacha que le ayudó desde siempre y que prácticamente se convertiría en mi nana, ella se hizo señora y así como mi abuela Alicia esquivó el rudo destino de la soltería, Carmen, cayó víctima de ese imberbe destino y nunca se casó. Hasta la fecha ella vive en la casona de Escuintla.

La casona se fue partiendo, lo que antes ocupaba media cuadra, se fue alquilando conforme los años. De ella no queda nada, una renovación y ya. Lo demás es comercio que es una forma de matar la memoria de la infancia.

En este momento no sé qué más decir. Hasta aquí mi desahogo. Escribo esto porque mi abuela agoniza en una cama y no puedo estar con ella porque no puedo verla sufrir, tiene los pulmones inundados y la respiración a cuestas, ahogándose lentamente y yo solamente quiero que se muera, que descanse.

Adiós Alicia de mi vida, feliz viaje. Feliz, feliz viaje. Váyase a descasar, allá está el abuelo, mírelo cómo ríe...

(FOTO TOMADA EL AÑO PASADO PARA SU CUMPLEAÑOS 91, JPD)

martes, 1 de marzo de 2011

LA HISTORIA DE FE DE RATA

No había tomado en cuenta que este experimento, el de Fe de Rata, inició hace ya más de seis años en Siglo Veintiuno, uno de los diarios más importantes de Guatemala.

Bueno, ahora que estrenan rediseño se llama Siglo21 y aprovecho la mención para felicitar a mi siempre entrañable amigo Luis Villacinda por la labor de hormiga en crear escuela en diseño editorial.

Conjuntamente a Alejandro Azurdia, ilustrador senior del diario, han ganado hace un par de días el II Premio Bid_10 que premia lo mejor en diseño iberoamericano. Bravo por los dos amigos tomadores de licor de arroz.

Bueno, pero ya me desvié del tema, la cosa es que Fe de Rata, antes de ser un blog era una columna variopinta que se publicaba en dicho rotativo en la sección cultural.

Luego que me despidieron del periódico por diferencias irreconciliables con el aspirante a Torquemada que teníamos por director en ese entonces (lean la columna que ilustra esta nota para imaginarse que se le torció la cara y casi le da coma diabético por el tema, jejeje), fue que la columna pasó a engrosar filas y bytes en la web.

Soy un descuidado en materia de guardar lo que escribo y publico, nunca he tenido la costumbre de llevar un archivo personal de mis entrevistas, reportajes, artículos, columnas de opinión, notas periodísticas en los diarios y revistas para los cuales he colaborado. Ni los de mi autoría ni los que tratan sobre mí.

Siendo yo editor en aquel entonces de la multipremiada Monitor, jamás me tomé la molestia de guardar las publicaciones para demostrarle a mis nietos que ese viejo chocho no solamente se dedicó a mujerear y a aullarle a la noche.

A duras penas guardo una copia de mi segundo libro publicado y del cuarto. El primero fue un encargo para una empresa multinacional y jamás me molesté en pedir una copia, afortunadamente el tercero, es digital y pueden descargarlo en la columna a la derecha, se llama Los Poemas de Sam.

Así que comprenderán mi sorpresa cuando en un folder escondido entre una pila de libros encontré algunas de mis columnas que fueron el génesis de este espacio que ahora ustedes leen en la web y que gentilmente, han convertido en el más visitado en su especie en Guatemala.

Durante los siguientes días estaré subiendo los recortes para que tengan oportunidad de volver a leer las columnas de ese entonces, o para que las conozcan si se las perdieron, que creo es lo más seguro. Esta fue publicada el 7 de Julio de 2005. Hagan click en la imagen para leerla en grande.