lunes, 3 de mayo de 2010

LA GALA: BREVE GUIA SOBRE NUEVA YORK

Breakfast at Tiffany´s o New York Stories, cualquier filme en esa línea forjó la arquitectura de lo que yo entendería por la mega urbe por excelencia. Lo grandilocuente, lo excelso.

Justo en el Hotel Plaza lo vi. Luego de que caminamos por mucho tiempo, perdidos, llegamos sin querer a Central Park, en su parte más baja. Justo a un costado se erige un edificio no tan alto pero potente.

Es el susodicho hotel y tiene una masión por penthouse. Un Rolls Royce Phantom color negro platino estacionado afuera y tres tipos de pesados abrigos negros, altos y rubios, en sus puertas.

Uno es el chofer y está a la expectativa de su auto. Los otros dos son los porteros que sonríen a los hombres de esmoking y a las mujeres de estola. El resto no existimos, somos como pájaros de un cuadro: adorno para el mundo. Para ese mundo.

Andar a pie y con el viento residual de invierno, sumado a un suculento almuerzo en el barrio chino, nos provocó el llamado de la naturaleza. Sin discutirlo mucho concluimos como quien grita Eureka: ¡A cagar al Plaza!

Sí, sí, sí. Lo sé, posiblemente no sean las palabras apropiadas pero la idea es la misma y no ando con ganas de adornar nada. La cosa es que hicimos el plan de ataque.

Ese día lunes había un coctel de gala en los salones de ese furibundo hotel repleto de lujo. Por lo tanto, las visitas eran nada más que un pequeño paseo por la recepción, dar una breve vista a los techos y candelabros y para afuera.

Habían varios empleados que estaban apostados en lugares estratégicos para lograr ver quienes entraban y a los que estorbaran la entrada de los invitados, amablemente, acompañarlos a la salida para que siguieran con sus vidas.

Así que le dije a mi amigo Melvin, “bueno pisado, entramos como Juan por su casa y caminamos rápido, sin detenernos, para evitar que se nos acerque un hijueputa de esos y nos saque. Hacemos como que somos clientes y ya“. Nos miramos de pies a cabeza y parecíamos no sólo turistas, si no - nótese el adjetivo- chapines: bolsas de compras, cámara al cuello y caras de chucho en misa (creo que hasta ladrábamos).

“No te pares a ver nada, seguime que nos perdemos en los pasillos y así nadie sospecha nada. Deambulamos hasta encontrar un baño, cagarnos en una esquina mientras el otro avisa si viene gente, o volvernos fantasmas“. Dijo ok, y con todo a la puerta rotativa.

A todo esto. Cuando les digo que era coctel de gala, no se imaginen ustedes una boda en Santo Domingo, que es lo más cercano que estamos en estas latitudes de un evento de ese estilo. Allá la gala toma otro matiz.

Las mujeres eran aparejos de joyería y maniquíes de la quinta avenida. Llevaban diamantes hasta en los zapatos. Los zapatos seguramente costaban más que todo mi testamento y los vestidos eran de telas que no puedo pronunciar, pero que se pegaban a esos cuerpos blancos y duros como cincel a estatua jónica.

Los hombres eran el epítome de la elegancia. Esmoquin riguroso y sus joyas, bueno, traducidas a mancuernillas y relojes de colección. He de decir que en ropa y accesorios, esa gente debería de estar vistiendo la deuda externa de mi, en esos momentos, no tan extrañada Guatemala. Es decir, un chingo de dinero.

Entramos por esa puerta y las sonrisas de los empleados empezaron. Creo que, o mi paranoia así lo dictó, que teníamos un marcador de sonrisas amables.

Es decir, cuando llegáramos a las diez, alguien llegaría de saco y corbata, con un audífono al oído y nos llevaría diligentemente por pasillos explicándonos que la puerta trasera había servido anteriormente para que los famosos… y un portazo a nuestras espaldas.

Así que me encerré en el visor de mi cámara y una foto de la gente entrando a la recepción, candeleros y a caminar rápido por el ala izquierda. Sin ver a los ojos a los empleados, como yendo a un destino tan seguro como la ecología mundial.

Resumiendo. Bajamos gradas, un cruce aquí y otro allá y llegamos a un sótano con una mini salita y los baños. Cada uno a lo suyo. De salida nos encontramos a otros turistas en las mismas y el mismo descaro.

Ya de subida, aparecimos por el ala derecha y allí vi una de las escenas más maravillosas que resumen lo que para mi es el lujo neoyorquino. Antes de entrar al susodicho coctel, algunos de los invitados hacían retoques de última hora a su indumentaria.

Una potente rubia de fabuloso cuerpo caminaba de aquí a allá en su gown rojo. Pero cerca de una de las salidas auxiliares - por donde me imaginé elegantemente expulsado de ese reino - una pareja estaba parada en pleno acicalamiento.

Él, alto como una torre, levantaba la testuz mientras ella, otra torre un poco menos alta, le hacía el corbatín del esmoquin. A la par, una dama de bastón y estola caminaba y le dice lo siguiente extraído de un guión cinematográfico que traduzco libremente.

- ¡Hola mi querida y joven Señora Schultz, miro que se toma el papel muy en serio de una recién casada!

Y le contesta la mujer alta a la señora...

- Así es, ya sabe el destino de nosotras chicas en esta ciudad, señora Harper. Los chicos, siempre serán los chicos.

Salí al frío de la calle a comerme un falafel frente al hotel y a fumar un cigarro mentolado. A disfrutar la maravilla de un lugar que dispone lo mejor y lo peor de sí, al alcance de los sentidos. Aun recuerdo la sonrisa de medio lado que el tipo de traje hizo como saludo a la señora Harper.

Quise pensar en una canción para recordarme de ese momento, pero el diálogo lo fue todo. A veces, la música realmente no importa.

2 comentarios:

Luisa F.S.C. dijo...

me encantan este tipo de relatos!! lo transportás a uno al escenario que describis. Me mato de la risa al imaginarme el letrero de "turistas" que se les podía ver en el lugar. Por lo menos podes decir que mandaste un envío desde el plaza jajaja

Chileno dijo...

Genial, literalmente!