martes, 30 de mayo de 2017

DE REDES SOCIALES



Vaya espejo de humo. Vaya fatamorgana. Viendo la distopía de Netflix llamada Black Mirror, concluyo que nuestro futuro es eso: el cinismo y la decadencia.

Si me preguntan que hice este mes, pues leí y vi Netflix. Me alejé de las redes por un simple asunto de ver qué pasaba cuando no tenía el celular a la mano y vivía pendiente de las notificaciones. Yo que soy propenso a las adicciones.

Ya tengo mis últimos diez años de la vida, metidos y documentados en el social media, allí hay de todo para que se regocijen: buenas crónicas, malas fotos, tags en anuncios, chistes machistas, racistas, posts donde me hago el grueso, tuits confrontativos, llorones, dolor y amor, sexo y conectes.

Así que este mes revisé mi Facebook y mi Twitter. También a sus hermanos tarados: el Hi5 y el Google + ¿y saben algo? Si fuera alguien importante como Hemingway o Marilyn Monroe, me gustaría ver mis desidias, mis amores, mis errores y mis fiestas.

Pero soy yo, simple y aburrido y mediocre y común, yo. Me hubiera encantado ver el Instagram de Gustav Klimt, el Twitter de Onetti, el Facebook de Virginia Woolf, el Snapchat de Elizabeth Taylor, el Tinder de  Anaïs Nin, o el blog de Henry Miller.

Pero no. Esos espacios virtuales los tengo llenos de mediocridad y lloro. Me vi allí reflejado: un engranaje más, un mortal más. Y da hueva verse así. Me aburrió mi vida, la cual pensé, era un derroche de emociones e intensidad. Revisé la de mis contactos y bueno, no pasa mayor cosa. Todos somos aburridos.

Devine un stalker en este mes.

Las redes sociales nos hacen creer que nuestra vida importa, pero esa idea es un tótem, la idolatramos y como tal, no es cierta. Es un palo tallado de forma hermosa que sirve de maravilla a los antropólogos, que son los nuevos arqueólogos: encuentran los remanentes de una civilización en decadencia. Y bueno, para eso sirven las redes sociales: para tesis de ciencias sociales.

Black Mirror nos muestra un mundo donde la publicidad se acopla a los algoritmos de búsqueda, tal y como sucede en FB y TW. La máquina se interesa por nosotros a nivel particular (inserte meme de hámster girando en rueda o burro siguiendo la zanahoria).

Y es fácil comprar la idea cuando la tenemos al alcance de la punta de los dedos, a unos golpecitos en la omnisapiente pantalla táctil: el mercado domina el mundo moderno, y si le importamos al mercado, somos importantes. Sí. Y no.

De nosotros se compone la gran máquina y como tal, somos reemplazados a diario… ¿o ustedes creen que acá vivimos para siempre? De una forma filosófica, posiblemente, ya que nos convertimos en bits informativos, que es como descomponerse en carne y hueso, rumbo al polvo bíblico o de las estrellas, como mejor les plazca.

Los seres humanos que mueren son reemplazados por otros que abren la cajita del iPhone. O de los otros teléfonos, si son pobres.

Y he allí el meollo del asunto: la justificación de la tecnocracia. La división por clases sociales dependiendo de los vehículos de acceso a la red. Y empiezan las peleas, y los conflictos. Y mi razón sobre la tuya y cuando menos sentimos, nos han pasado los días y los años peleando y discutiendo temas en redes sociales como si tal cosa, lograra algo. Ganar una afrenta en Twitter es nada. Escribir cientos de miles de palabras en Facebook tratando de imponer un punto de vista, es ego.

La pregunta que flota en el ambiente luego de bucear tantas vidas es ¿Cómo llevamos a la práctica, al mundo real, tanto odio, tanta razón, tanto deseo, tanta frustración y dolor? Hay una paranoia colectiva sobre nosotros, las nubes se ciernen sobre un país entero. Mi miedo es que se hagan techo y ya está: el manicomio más grande del planeta.

Acá afuera hay un mundo de lecturas importantes, libros grandes en contenido, que ensanchan el pecho y la cabeza. Las redes sociales nos ofrecen la potestad de hablar de lo que sea pero sin fundamento, confundimos información sesgada con conocimiento, y bueno… ya todos conocemos el caso de aquel tonto del pueblo que aprendió a hacer videos.

Dejen de hacer a los idiotas famosos.

Tomarse en serio las redes sociales lleva consecuencias duras como tanto suicidio de adolescentes por no entender de fronteras entre un mundo y otro. Darlas por sentado, minimizarlas, también lleva al aislamiento. Acuérdense del caso de Mario Bobby Morales y su torre de marfil. Este mundo dividido vino para quedarse: mundo real y virtual.

Y allí va la cosa se nos van los datos siguiendo poetas llorones en Twitter, trolls, riendo con videos de gatitos, blogs patéticos que hinchan de contenido marrón la red (sí, como este), videastas que piensan que cambian el mundo, académicos del hashtag.

Y sí, la tercera guerra mundial será un hashtag.

Mientras tanto recuperé la música, volví a leer, a escoger buenas series, aprendí a andar en moto. El aire en la cara y el pecho, la carretera larga y un maldito motor rugiendo en medio de las piernas, llevando el miedo de caerse directamente a los huevos que se empequeñecen y la adrenalina bombea su coctel por los músculos, tensos y la cara perlada de sudor.

Si un día de estos lo asalto, por favor salúdeme.






viernes, 5 de mayo de 2017

LUMPEN O EL TRIUNFO DE NARCISO


Este el título de la novela en formato digital de Christian Echeverría que presento mañana a las 15:00 horas en el marco de la Feria Internacional de la Lectura Infantil y Juvenil de Centroamérica. La actividad se llevará a cabo en el Parque de la Industria, Pabellón Infantil de la feria. No falten y ahora les explico el por qué…

Leer en Guatemala y en el mundo es una actividad de resistencia contra una marea de superficialidad. Vamos, es una tarea casi tonta, digamos como ponerse a soplar frente a las llamas que arrasan la selva de Petén.

Pero estamos en esto por locos y por necios, más que por cuerdos y dóciles. Personalmente he encontrado en la lectura un bastión para entender las razones de porqué estamos como estamos, y del porqué somos como somos.

La lectura en estos sacrosantos tiempos de las redes sociales se ha volcado a un ejercicio de informarse de los efectos, mas no de las causas. Es lo más fácil, es lo más inmediato. Aparecen así, análisis someros de los hechos cotidianos, tomando como cierto, el mundo de apariencias del internet.

Aparecen así, los analistas de lo pueril, los expertos en navegación, los que miran al dedo y no al sol cuando se señala hacia arriba. Leer salva de ello, el conocimiento pervive, no la llamarada de tusa del “expertaje” en todo. Que es nada.

La novela de Echeverría – ampliaré esto mañana – es un espejo de lo acontecido hace dos años en la mal llamada revolución de color de la Plaza. Indaga desde un campo de acción mínimo y la visión de una generación cuasi post millenial.

¿Qué pasa en la mente de un chico con vocación literaria al enfrentarse a los cambios sociopolíticos de su país? Se enfrenta al desarraigo, a la corrupción total del sistema. A la muerte de la esperanza. La posguerra tiene sus brazos largos.

Nos vemos mañana a las tres pe eme para seguir la discusión.



(Sonrisa láser, De la Rut. Parte de la banda sonora de la novela, elegida por Christian Echeverría)

jueves, 4 de mayo de 2017

HACE 10 AÑOS


Estaba desempleado y me acababan de despedir de Siglo 21. Me querían obligar a callar: tenía instrucciones sobre cómo hacer periodismo, ninguneando al movimiento gay. Ya saben las directrices medievales del Opus Dei.

Hace diez años perdí mi columna de opinión llamada Rata de Ciudad que se publicaba en ese periódico venido a menos. Hace diez años me dijeron que abriera un blog y así nació Fe de Rata.

La entrada, primera entrada fue un derroche de timidez, esa piedra que agobia. Fue un texto breve que ahora que lo leo, me da ternura mi inocencia. Fue un siete de mayo de hace diez años.

Era un pésimo escritor con ínfulas de grandeza, cosa que no ha cambiado en una década. Tenía un libro publicado que me costó tres vidas.

Vivía en zona 1 y fui su monarca, corona que compartimos junto a la troupè que la recorrimos en jauría feroz, hambrienta de noche, insaciable.

Hace diez años lavaba platos con parsimonia luego de cocinar pasta con cualquier cosa, me cantaba al oído Nick Cave y sus malas semillas.

Este es mi contexto, así me hice poeta, así me hice hombre. Comiendo mierda por fuera y por dentro. Somatando teclas de una vieja HP.

No tenía internet sólo libros y ganas.

Caminaba 25 metros para el café internet donde investigaba aquello que no tenía la enciclopedia Encarta pirata que tenía instalada. Le pagaba al dependiente del local para que me descargara los listados de música y videojuegos para tener en mi haber y hacer del encierro, algo más tolerable.

Tenía odio hacia mí.

Nick Cave me gustaba por enamoradizo y por su conflicto inmenso con Dios. Un Johnny Cash australiano. Siento que me canta(ba) a mí, apóstata de la institucionalidad, pero amante del rostro de las procesiones.

Hace diez años miraba los Santos Entierros en la noche de Viernes Santo y madrugada de Sábado de Gloria, llorando de borracho por verme allí en las caras de los penitentes, de las lágrimas de la Virgen, del rostro vencido del Nazareno. Del viejito marchito de la tuba o del niño dormido dentro de los pechos tibios de la madre, ajeno al teatro de la muerte.

Era el dueño de una ciudad salvaje y me paraba frente a ella a verla ladrar, le tiraba las migajas de mis historias. Nunca volví por ese camino de migas. Yo fui la bruja de la casa dulce.

Hace una década miraba putas y putos ganarse la vida por las calles y avenidas mojadas y apestosas de una ciudad construida de mierda. Era una mosca más del centro.
Brincaba de bar en bar buscando canciones. Conocí el fuego del arte que no cesa y ese calor brilla en lo negro de mi pecho.

Tuve un amor. Un gran amor. Perdido ahora en los entretelones del tiempo. Fui un mierda.
Insisto, tenía odio por mí y esa rabia contaminó mi apartamento, mi cuadra, el barrio, el jazz, las baladas, las rockolas y la noche. Bebía porque no tenía otra diversión que el vaso. La cocaína hermosa y violenta que me hizo la vida de MTV.

Así llegué yo acá: roto y veterano de la intensidad. No me he ido. Carbones tibios guardan aquel fuego y ya huele a gasolina.