martes, 31 de diciembre de 2013

FIN DE AÑO EN LA CIUDAD MÁS FEA DEL MUNDO



Vivo en la ciudad más fea del mundo - según la clasificación del Ucityguides.com - y dado que somos el único planeta con vida confirmada, la ciudad más fea del universo conocido. Honroso. Los hígados del chapinismo se exacerbaron y se derramaron toneladas de bilis patriótica. Seguro el alcalde Arzú se puso furioso al ver sus esfuerzos de maquillaje, tirados por la borda. 

Lástima que su finquita no clasificó mejor, digo peor, en el listado y su empeño de convertir en parque temático invernal la Plaza de la Constitución, no hizo más que agregarle una mancha más al tigre. Ese tigre decrépito, famélico y con sarna en que vivimos los acá nacidos. Entienda, si la ciudad es ese animal, nosotros no somos más que sus pulgas y garrapatas y nos alimentamos de esa sangre infectada. Que precisamente nosotros contaminamos.

Manejo de noche el último viernes del año y miro la ciudad desde la zona 1, pienso en las razones estéticas y urbanísticas de mi lugar de residencia: tenemos el humor de una cafetería china típica del Centro Histórico. Es decir, somos una especie de globalización del mal gusto, con rockola, frijoles volteados, arroz frito con carnes variadas, una pecera de agua sucia con dos o tres peces que se ahogan en su propia mierda, pollo frito grasoso y un indígena ladinizado atendiendo a ladinos que lloran escuchando al Rey Quiché de Daniel Hurtado. Es real, vaya a dar una vuelta por ese lugar y me dará la razón.

Me detengo en una cantina que ostenta calendarios de paisajes bucólicos y un póster de los galácticos del Real Madrid. Justo a la par, Pep Guardiola ostenta sus seis trofeos ganados en un año junto a la plantilla del Barça. Rojos pentacampeón y Gardel posa a la par de los Tigres del Norte. La gente que consume licor, poco se entera de la fealdad otorgada por la publicación digital que dice especializarse en turismo global. Ser feo no importa, importa la existencia y el trago. 

Devoran panes con frijoles mientras roen sin ánimo unos Sabritones, se empinan un Kuto o sorben la botella de cerveza Gallo sin más esperanza que el efecto soporífero y excitante del alcohol. Yo tomo junto a ellos, intentando pensar en nuestra condición horrible, espantosa, los más feos del planeta. Tal acusación barre con las intenciones de tantos arquitectos de aportar algo para la estética de una urbe donde orgullosos asistimos a consultas a la Muela Feliz. Mi amigo Homero algo me contaba de eso, de nuestro amor por el kitsch, de la cultura de lo cutre.

Más tarde y dejando ese purgatorio de almas en la cantina, me dirijo a un bar de moda en la misma zona. Mi amigo DJ Flako pincha dubstep y almas jóvenes y confundidas se agitan. Yo ya no bailo porque me enferma bailar. Estoy sentado en la barra del Soma (sí, como la droga de Huxley, como el alucinógeno hindú, como la tumba de Alejandro Magno), tomo whisky junto a mi amigo Wicho y Erick. Todos toman cerveza barata y nosotros un 12 años. Detalle que nos comenta un solitario en la barra, suficiente para que la gente empiece a pensar que somos narcos. Reímos a carcajadas y vemos la posibilidad de vivir como tales. Es imposible. Odio las cadenas de oro y las pistolas chapadas en metales preciosos (a mí me gustan sobrias, color mate), esa cultura de la violencia contribuye sin duda a afear un país, una sociedad y seguramente por eso, México DF también aparece en el controvertido listado. 

Acá adentro la subcultura dubstep hace reverencias al Flako y una chica empieza a tener problemas con su acompañante que está borracho. Parece que solito él se ha tomado una docena de chelas y la mujer le saca del bar. Morboso que soy, salgo con mis amigos a fumar y vemos como, al otro lado de la calle, el tipo pelón empieza a propinarle una paliza a su chica que viste complemente de blanco. En el Reino Unido se le llama a la cerveza lager The wife hitter (la golpeadora de esposas), por los índices de violencia doméstica relacionados con el consumo de la cerveza rubia. 


Al punto, que la marca belga Stella Artois, tuvo que cambiar su eslogan publicitario para dichas latitudes para no verse relacionada como promotora de las palizas hacia las “Estelas” del Reino Unido, su frase de mercadeo es “Tranquilizadoramente cara” hizo pensar a los publicistas que el gremio de los empinadores de codo podría entender que tomando esa lager se podría tranquilizar a una mujer llamada Estela, a golpes. Seguramente el mismo análisis que se hizo en Guatemala con la Bravha.

Pues el tipo agarra a golpes a su novia y unos patinadores nocturnos que están en su ronda, van del mismo lado de la banqueta y para poder pasar tienen que esquivar el pleito. Se bajan de sus patinetas e intentan hacerse de la vista gorda sobre el asunto, pero de repente uno de ellos mira cómo le parten la madre a la chica de blanco, como la están “tranquilizando” y le inquiere algo al agresor. Lo hala, lo aleja y ¡ZAZ! el pelón le intenta asestar un puñetazo. 

Atrás los otros chicos que tienen las patinetas en la mano, las usan como armas y uno le mete con el canto del vehículo de madera un golpazo en la pierna que le hace hincarse y el otro le zampa un planazo en la cabeza que le baja los flipones por un segundo, el suficiente para venirse para atrás y terminar de abrirse la cabeza con el dintel de una puerta. Los chicos se suben a sus patinetas, se acomodan las mochilas y el sonido de los cojinetes de las patinetas se va aruñando las paredes del Centro Histórico de la ciudad más fea del universo. 


La chica que llora de la paliza, de la borrachera y de la impresión, se sienta a la par de su victimario a acariciarle y tratar de volverlo a la conciencia pero el pelón cabalga unicornios rojos en ese momento. No levantan polvo, levantan sangre que le salpica a la mujer en la blanca blusa y sus tights blancos. Están completamente cubierta de sangre la pareja y la gente llama sin cesar a los bomberos, los marihuaneros de este lado de la calle empiezan a irse a ver la inminente llegada de la policía y una tienda cierra la cortina de hierro para evitar preguntas que no va a saber responder. Llegan los bomberos y atienden. Llega la policía y miran atónitos. Alguien graba en video. Narcos jeje, la gente pensó que éramos narcos y nos volvemos a reír con mis amigos.

Ciudad Cayalá, ese complejo habitacional, de comercio y oficinas exclusivas, se yergue como un proyecto turista que no termina de encajar en el barrio. Y por barrio me refiero la ciudad. Es ese rubio que destaca entre las cabezas negras en el mercado de Chichicastenango un jueves. Esa construcción asemeja la postura de la ladina que quiere parecer gringa, es ese rancio abolengo estirado de una vieja inmigración española perdida en el tiempo y el mal gusto globalizado. No se diferencia en nadita de la cafetería china que un día antes visité en zona 1. En este lado Santa Claus se toma fotos a la par de un chico vestido de Momostenango que vende ponche de frutas deshidratadas de forma artesanal. Todo un Farmer Market baby

Caminando por sus calles empedradas que me hacen sentir por un momento en el sur de España, o la campiña de Córcega, o una playa Griega, me echan el carro encima de la misma forma que en la zona 1. No le veo diferencia, allá me miran recelosos los policías y acá los guardaespaldas. Allá hablan en voz alta y chillona los travestis, acá chicas altas y chillonas que parecen travestis, sólo les diferencia el precio. Pero las mañas son las mismas. 


A lo mejor los visitantes de ese centro comercial no se enteran que la fealdad que nos coronó Ucityguides se refiere a ellos también y no únicamente a la ciudad que yace a sus pies. Ellos también son parte de esa condena de la estética y del urbanismo, que de nada vale caminar libremente en un Centro Comercial cuando no se puede hacerlo en las calles, donde el peatón es sujeto de agresión, asalto, muerte, estadísticas. 

Los pilotos de automóviles son kamikazes y las motocicletas vampiros que sangran a todos. Esconderse en Centros Comerciales, en condominios super seguros, en colonias cerradas con gente armada en torres de seguridad, no es la solución. En 1,347 en Mesina, Italia la gente se empezó a contagiar de una enfermedad pulmonar que llegó a ser conocida como la Peste Negra, gracias a las rutas mercantes con Asia que la trajo con las ratas. Se contagió Europa entera y casi mata un continente.


Los gobiernos locales, los consejos populares en su eterna ignorancia decidieron cerrarse al mundo para evitar contaminarse de la peste bubónica. Tarde o temprano todos esos feudos sucumbieron y fueron mermados por pensar que amurallarse o vivir dentro de una fortaleza, todo iba a estar bien. Las ratas no entienden de muros. Edgar Allan Poe hace un resumen en su magnífico relato La máscara de la Muerte Roja (pueden conocerlo acá). Luego de leerlo, se darán cuenta que estamos en la misma situación, paisanos.

Personalmente no me molesta nada que me digan feo, que me clasifiquen como habitante de una ciudad fea. No soy un patriota pendejo, conozco mi lugar y que una publicación me tache de esto u otro, me la pela. No creo sinceramente que mi país, mi ciudad, o mi himno, sea el más bonito del planeta, del universo, de la eternidad. Que tengamos las mujeres más chulas, los hombres más guapos, los más trabajadores, los cabrones, no. Tampoco somos le peor, téngalo claro: somos como cualquier otra pinche sociedad, no se aflija. 

Y cuando el fuego de la condena caiga, será parejo porque inevitablemente, todos hemos pecado en algo, pero al mismo tiempo hemos sido buenos de una manera u otra. He viajado por muchos lados del mundo y me han confundido con marroquí, mexicano, cubano, hondureño, nica, venezolano. Me han dicho sudaca, indio, brown, spic, wetback, beener, modafoca y honey. ¿Me ha cambiado eso? No lo creo, a mi cambia lo que aprendo leyendo. Feliz año feo 2014.

viernes, 27 de diciembre de 2013

FÚTBOL EN LA CÁRCEL, UN DÍA DE NAVIDAD


(Este es un breve relato publicado en Revista Contrapoder para el especial de Navidad 2013. Está basado en una historia real.)

Había agarrado chupa desde el 22 de diciembre. Era el descanso de Otto, supervisor de la única refinería allá a finales de la década de 1970. La vida era justa pero calurosa en Escuintla, máxime cuando el sol de mediodía se levanta pleno y empuja la cabeza de los habitantes rumbo al suelo, al vaho hediondo y dulzón de sus calles.

Sin nada que hacer en un pueblo repleto de golondrinas y borrachos, había que convertirse en uno. La cerveza de mediodía se convierte en el ron de la noche; y este en el caldo de la mañana siguiente acompañado de agua mineral y nuevamente, ron. Y cerveza a mediodía y ceviche para comer y nuevamente el ron de la noche. Si los franceses hablaban del hada verde del ajenjo, esta es la siguanaba etílica, ambos con efectos alucinógenos en el abuso.

Escuintla, donde por cada cantina hay una golondrina y por cada palmera una ramera. Guaro y putas y así fue su vida, me cuenta. Se enamoró de una salvadoreña y que hacer sino esperarle en la cantina de enfrente. Pero esa noche no salió. Tuvo que entrar a buscarle para que apurara el paso. Estaba de la mano de otro, no de un cliente, otro novio. Arranque de celos y el sillazo en la espalda al nuevo pretendiente desató la hecatombe. Pelea de bar y a la cárcel.

Fue viernes por la noche la trifulca, amaneció sábado preso y lo soltarían hasta el lunes, lo que significa que pasaría Nochebuena y Navidad encerrado junto a los asesinos, los traficantes, los violentos cortadores de caña enloquecidos por guaro. ¡Qué hacer si no sufrir la cruda colectiva! Organizaron un partido de fútbol y se ofreció de defensa central. El calor y el patio empolvado, el sudor oleoso, el aliento pesado evaporando el alcohol desde los pulmones. Lo organizaron sábado por la tarde para jugarlo domingo en la mañana.

Su equipo compuesto del portero (un carnicero que en un arranque de celos mató al supuesto amante de su mujer con un hachazo al parietal), le acompañaban en defensa dos hermanos indígenas que no hablaban español, volanteaban tres hondureños cuatreros y adelante los cortadores de caña que se agarraron a machetazos con otra cuadrilla en Santa Lucía Cotzumalguapa.

El equipo contrario, los sin camisa compuesto de una orquesta del crimen similar. El árbitro fue un árbitro colegiado que estaba también recluido por escándalo en la vía pública. Hermanados en el deporte, iniciaron el largo partido el día de Navidad. Otto, siendo supervisor y traductor de inglés en la refinería no podía estar preso, así que los gringos – sus empleadores - le llevaron al abogado corporativo para sacarle de allí.

No quiso salir, estaban a medio tiempo y empatados a dos. Irse significaba la derrota, el abandono del equipo y la camaradería rota. "Vos no sabés de quién vas a necesitar en el futuro", me dijo. Así que la triada de gringos en enojo completo, junto al barrigón y sudoroso licenciado, tuvieron que hacerla de porristas para alentar al equipo. Era Navidad y el mejor regalo era ganar algo en una tierra que dispone al destino de perder. Empate y tiempo total. Penales.

Otto metió el suyo. Con ese ganaron. Celebraron todos abrazados untándose el sudor de los sobacos en un éxtasis de hombres crudos, rutilantes y libres en la cárcel. Me lo narra con los ojos encendidos y miro en sus pupilas aun el polvo levantado de ese Diciembre ventoso de reos alegres. Los guardias de presidios celebraron disparando al aire, emocionados de tan fabuloso encuentro.

Esto me lo contaba Otto hace 30 años, cuando yo tenía siete y esperaba que Santa Claus aterrizara su trineo en la terraza de la casona de los abuelos en el centro de Escuintla. Amigo de la familia, seguía trabajando en el mismo puesto, esperaba ese día que su novia, una nicaragüense, saliera de trabajar para pasar juntos las fiestas en San José.


Ese día yo también esperaba pero a Santa Claus. Fue la primera desvelada de mi vida y como no llegó, empecé a sospechar de su existencia. Que no le gusta el calor, sólo la nieve. Yo quemaba cuetes desde la terraza y pateaba una pelota plástica jugando con los reos descollantes de la imaginación.

martes, 24 de diciembre de 2013

ANTINAVIDAD 2013


Qué arisco que soy. Le tengo miedo a las masas, temo por mi estabilidad mental frente a la muchedumbre, me siento morir aplastado por esa manada de almas que se vuelcan a las calles con el único fin de acabar con todo, de comprar lo incomparable y matar para siempre el mercado. La peste de las langostas del consumo. Alimentan con fuego al incendio.

Estos días de recogimiento son todo lo contrario, el mundo está inquieto y la gente se mueve hipertensa por las venas de concreto de esta ciudad enferma, se coagulan en sus órganos más importantes, los malls, los mercados, los centros comerciales. Circulación lenta, sangre espesa y caliente de rabia, la morcilla humana.

Cuando usted lea esto, tendrá tiempo de estar funcionando como tal. Es usted, quiera o no, un eritrocito de la urbe y los cerros se arrancan los pelos. Es en la ciudad donde se genera, de tanto funcionar, el callo de un país. La histeria es el síntoma de que una enfermedad carcome a sus habitantes. Por estas fechas los seres humanos son una droga dura que pone a mil el corazón, dilata los ojos y causa síndrome de abstinencia.

Miren a esa señora espumeando insultos mientras carga un bebé que llora asustado, empuja un carrito de supermercado con una niña adentro que vacía las bolsas de las compras en la acera buscando una muñeca que va envuelta en papel navideño. La gente pasa y patea indolente los productos. Esa señora se arrepiente de ser madre, de haberse casado de vivir acá.

El hombre sentado echando humo adentro del auto pescando un parqueo, hierve de calor bajo el sol decembrino y el auto carbura. Se pelea como cabro con otro cabro frente a frente, para ocupar un espacio recién liberado. Ninguno retrocede, nadie cede espacio, los guardias pitan infructuosamente, las bocinas de los otros integrantes de la manada ofrecen un concierto dispar, horrible. Es una selva humana y esa es un espanto; la selva verde, es una sinfonía ecuánime. Esos hombres se quieren bajar de los autos y molerse la frustración a golpes.

Los cachorritos de la especie se pierden a placer en la confusión. Acá los predadores son invisibles y madres y críos mugen buscándose mutuamente, los chillidos provienen de marabuntas de personas y la angustia crece. Imagino la cantidad de muertos que habría si en este preciso momento ocurriese un temblor fuerte: los animales asustados pasarían unos sobre otros rumbo a la calle, aplastando a los más pequeños del ganado. La gran tragedia de Navidad, titularían los periódicos. 

¡Oh fatuo destino! Las cajas de cobros parecen atolladeros de ñus frente al río Mara, pacientes, las tarjetas de crédito se alimentan de los más débiles, los olvidados, los incautos, los ciegos, los que caen en los cantos de sirenas. Firman frente a empleados cansados y displicentes un pacto con el diablo, no pagarán y los intereses sobre intereses serán cocodrilos que regresarán a devorarles mes a mes, lentamente, grandes pedazos de carne, girando, arrebatando la paz.

La paz es cosa de la religión, los hippies y tratados engavetados de una guerra que aun vive. Es la salud de un moribundo, mermando por una herida que no cierra porque a nadie le importa morir, siempre y cuando sea frente a una pantalla plana que lee el pensamiento y cambia canales al mover un dedo y se conecta a Facebook. La paz es la ignorancia de saberse vulnerable en un mundo caníbal.

Si esto es la Navidad, tengan ustedes entonces, una muy feliz Antinavidad.

martes, 17 de diciembre de 2013

SANTA CLAUS DARDÓN

Les confieso: yo soy Santa Claus. Durante los últimos 5 años me he venido vistiendo de ese personaje panzón y bonachón que hace las delicias de la época. Ese ser llevado a la fama por la Coca Cola y que nos hace ver el Polo Norte como un paraíso nevado, no como el desierto blanco y hosco que es.

Es tradición familiar que alguien se vistiera de él para Navidad y así deleitar a los más pequeños de la familia. Recuerdo mi niñez con mis primos saliendo a recibir de sus manos regalos que nuestros padres nos habían comprado. Marito, el primo más joven de mi madre, era el encomendado de vestir el traje y repartir el encargo entre nosotros los críos.

Con la partida de Marito a Estados Unidos la tradición se vio itinerante, además que crecimos y nos lanzamos al mundo a vivir nuestras propias vidas. Por mucho tiempo, no hubo Santa, hasta que los hijos propios empezaron a venir y se desempolvó el viejo traje rojo de pana, la barba y el gorro. La tarea me correspondió.

Vestirme e interpretar un papel jovial en una época que a mí me importaba un rábano el espíritu navideño, me ayudó a mermar mi acidez de vida. No soy un tipo que se desvive por el fin de año, pero es más tolerable. Sigo, eso sí, despotricando por el tráfico, la idiotez generalizada y los altos precios en todo.

Encontré un gusto por la convivencia familiar, la ilusión, el misterio en la cara de los pequeños y lo genial de sembrar asombro. Es acaso el único papel que interpretaré en mi vida, mi actuación más noble para un público reducido que me adora. Eso es lo importante.

Conforme se va creciendo, se van dejando de lado las taras y poses respecto de cosas que antes era imposible dejar de lado. La Navidad era una de ellas, yo despotricaba contra todo, mis estocadas antinavideñas dan cuenta de ello en el blog. 

Me he hecho viejo, no cabe duda, y ya quiero comer los deliciosos platos de temporada. Tengo un arbolito navideño que me observa encendido en la esquina mientras escribo esto.

El cinismo va mutando en mí, para convertirme en un ser contemplativo de la comedia humana, donde interpreto mi papel de observador y cronista; un cronista que se viste de Santa para mentirles a unos niños. Eso es la vida.

martes, 10 de diciembre de 2013

LOS DOMINGOS

Los domingos nunca se acaban. Se alinean en el calendario en la fila del fusilamiento del tiempo. No tienen piedad esos jueces de 24 horas. He visto muchos domingos en mi vida, –2,034 para ser exactos– y nunca los vi detenerse ni para piedad de los muertos.

Morirse un domingo ha de ser cosa rara. Supongo que todos los que mueren ese día ganan de inmediato el purgatorio, ese espacio intermedio de la conciencia en que no se gana ni se pierde, solo se está. Sin nada que hacer, sin otra cosa que esperar el reinicio de una nueva semana o vida. El cielo y el infierno no abren los domingos. Solo el mall.

El día del descanso de Dios es duro. Se le reza pero está descansando Dios, tan ocupado él. La Biblia lo dice claro. No entiendo el empeño de ir a tocar el negocio cuando está cerrado. Talvez por eso no se cumplen las cosas que pedimos. Habrá que rezarle otro día, como los judíos y los musulmanes.

El tal domingo está regulado inclusive por estándares internacionales. El ISO 8601 lo reconoce como el final de la semana y el calendario gregoriano tiene prohibido que cualquier siglo se inicie en domingo. Así de especial es. Cuando un mes se inicia en domingo, se venga con un viernes 13. No lo invento, es factual.

Los poetas se suicidan en domingo. La poesía está más a la mano en domingo. Muchas tragedias ocurren los domingos, como las elecciones presidenciales o la caída de un meteorito. O la filosofía. O el fútbol.

Escribir los domingos es muy triste, talvez por eso esta cara con que me miro al espejo. Tanto recuerdo. Todo lo que no se puede cambiar. Las malas decisiones, los malos recuerdos, la tristeza es del domingo. Las crudas son más duras los domingos. Las horas más implacables, la ciudad más hosca y vacía, las promesas tan lejanas. El amor es una idea y ni la música salva.

Talvez por eso Jesús resucitó ese día, no aguantó la tristeza de verse muerto. Se puso a pensar qué había hecho y de repente la idea ya no fue tan buena y en ese silencio vio los pecados que había perdonado y las pesadillas le invadieron. 

Esa es la verdad, no lo que dicen los evangelios. Recuerde que Juan, Lucas, Mateo y Marcos eran escritores y los escritores siempre mienten. Esa es la verdad.

martes, 3 de diciembre de 2013

EL NIÑO GATO


Hay una mujer. Hay una mujer en la esquina y mira a su niño - que no pasa los tres años - jugar con una vaquita roja y sucia de pestañas largas, ojos de caricatura, estáticos y permanentemente alegres. Tiene rueditas y el crío la arrastra de acá a allá en un pasto de concreto. La sube por momentos al único pedazo de tierra con grama: un ficus que se alimenta del humo de los buses.

Su padre vestido de payaso hace lo que sabe hacer frente a su público que acelera los motores, seres bufando adentro de los automóviles. No da risa, da pena, pero no se rinde. Allí va de nuevo con el nuevo rojo, a hacer payasadas y se abren dos ventanillas y dos quetzales. Es un ser invisible por lo tanto invencible, porque nadie repara en él y torea motocicletas mientras se ríe y la mujer abre los ojos alegremente. No es sujeto a robo, no es sujeto a muerte, no es sujeto a esa idea de progreso que reza la valla de metal 25 metros arriba.

Esa mujer es la misma que le maquilla en la mañana, esa mujer se sienta en el dintel de la puerta a ver pasar el sol y a ver crecer la grama del ficus, y a ver crecer a su hijo en la escuela de la banqueta. Mira esa mujer, el mundo pasar a ras de llanta, sentada y parada, cargando a un niño que ríe con una sonrisa plena. La infancia es ese espacio donde todo sorprende y la alegría es jugar a tirar piedras contra las piedras.

Desde la mañana y desde hace tres años visita esta mujer con su familia a esa esquina. Es su oficina sin renta, es la calle a punto de atropellarlos. Es la hora de la siesta, puedo ver al niño acostar en la grama, bajo la sombra del árbol a la vaca de plástico, para que no sufra calor y duerma luego de una jornada de juegos. La cuerda es sucia como una avenida y se extiende a lo largo, el viento de Noviembre mueve la cuerda y la avenida se mueve con ella, con las hormigas motorizadas, hipnotizadas con las líneas intermitentes del asfalto.

Se acurruca en los brazos de la madre, esa mujer arrulla a su niño sentada, también es ella una niña del polvo. He pasado cerca de la escena y la escucho cantarle al infante la misma canción que me cantaba mi nana Carmen en las noches de Escuintla: Mish, mish, mish / Mishito mío caza ratones / Por los rincones. Ya es de noche y el niño duerme como tantos otros felinos sucios, equilibrando la vida en la orilla de la banqueta y ese abismo debajo llamado calle. Sueña que cae en sus cuatro patas.