jueves, 19 de septiembre de 2013

EL GRAN GASTADOR

Allí va de blanco inmaculado, con el quepí calado y con el barboquejo tapándole parcialmente la nariz. Resopla y una gota lenta, al ritmo de su brazo –que sube lentamente–, rueda a la misma velocidad, tensa por la sien, y se esconde en el cuello tapado por una guerrera cerrada, que luce mojada de solución salina y de los poros dilatados como sus fosas nasales, parcialmente tapadas. Respirar, se adivina, es un acto forzado.

Su público admira ese paso lento y la disciplina de su marchar, un año practicando para cuatro horas bajo el sol con un espadín que nunca probará la sangre. Su público que toma granizadas de sabores lo mira atónito y a mí me parece fabuloso tal espectáculo, me refiero al del muchacho recto como poste y a la mansalva de asistentes que se encorvan a cada minuto más, bajo el sol.

El comandante de gastadores ladra órdenes y al unísono retumban tambores de una banda militar que anima el espectáculo que vi el pasado domingo de independencia. Por alguna razón de programación interna, el sonido de las cornetas me hace estremecer y se me ocurre salir corriendo o prepararme a la guerra. Me pego a la pared.

Gritos de chicas adornan la escena, “¡Vamos Fredy!”, “¡Bravo Juanito!”, “¡Te amo Pedro!” no faltan en ese silencio donde el taconeo de los zapatos blancos hace eco en las paredes de los edificios. No sé quién de ellos es el chico que observo, pero se pudo caer un edificio frente a ellos que su rutina de pasos militares hubiera seguido incólume a cualquier suceso. ¡Godzilla en el horizonte! Y allí va la fila de nueve jóvenes marchando de esa forma tan peculiar, sin siquiera molestarse en espantar una mosca en la mejilla.

La disciplina militar llevada al estrellato. "Los gastadores" era los soldados más fuertes pertenecientes a las diferentes compañías militares en el pasado y eran elegidos por su disciplina y entrega. Tienen que ser altos e iban armados con piochas, palas, serruchos y "gastaban" o limpiaban el terreno donde pasaría el resto del ejército. Así fue en la Italia de mediados del siglo XIV.

Más tarde evolucionó esta figura como los más caros representantes de aire, mar y tierra. Tenían que demostrar la disciplina y el orden de lo que atrás venía, su manejo de armas tiene que ser impecable y eran los valientes que se ofrecían para todo. Resumían los valores del ejército que representaban.

Tantas reflexiones se me ocurren al acordarme de esto, pero estoy embebido en la escena, hasta los perros de la calle no se atreven a cruzar su paso. Es solemne. Alguien en el público pide algo que no entiendo y empiezan a cantar un himno que exalta valores, honores y sacrificio y la gente rompe en vítores y aplausos. Muchos lagrimean.

Saludan a la bandera y más adelante hacen honores al Gran Gastador del presupuesto nacional que mira como en sus mejores sueños, al pueblo lívido frente a la fantasía militar. El presidente tiene los ojos semicerrados no sé si de placer, de sueño, o por el reflejo del sol. Comenta algo con la vicepresidenta y se pierden el resto del espectáculo.

¿Qué irá a hacer este muchacho más adelante en la vida? ¿Mantendrá los preceptos mañana, lo que hoy muestra con su marcha? ¿Qué nos quedará a nosotros los observadores de la escena, vamos a aprender algo de esos valores, honores y sacrificios que pregona el himno? ¿Qué cambian los desfiles al país, qué cambian a la Patria, ese concepto tan personal y tan antagónico que cada habitante lleva adentro?

Solo puedo imaginar a ese tipo allá arriba que saluda, el Gran Gastador, en impunidad. Las políticas de estado, la suciedad bajo la alfombra, el congreso circulado en favores y dinero para prebendas políticas, entacuchados sucios, delincuentes de cuello blanco inmaculado que no huelen al sudor del chico ese bajo el sol que gasta el concreto y su vida por algo que no entendemos... y me da rabia.

martes, 17 de septiembre de 2013

LA CAFETERÍA CHINA

Vivir en la zona 1 supone muchas ventajas sobre otras zonas (ahora que ya no vivo allí lo sé) porque todo está cerca, a precios razonables, se camina y se logra hacer mucho en una salida: supermercado, tintorería, zapatería, al taller a dejar la licuadora y comprar comida ya preparada.

De esto último lo que más abunda en el Centro Histórico es la oferta de restaurantes de comida china. Cafeterías que poco tienen que ver con la gastronomía del país de dónde dicen venir. Abren sus puertas para los tres tiempos de comida y son oasis en el desierto de personas que transitan las calles y avenidas.

Ya de noche, que es lo que me ocupa, estos lugares se convierten en bares con rockola donde llegan a orbitar cuales palomillas atraídas por la luz, los personajes de noche que ya tanto he descrito en este espacio. 

La vida es un poco más tranquila cuando no se cocina y se es atendido por dilectos meseros que a cambio de una mínima propina se desviven porque uno tenga más que comida, monedas para la rockola y un volcán de arroz frito con carnes mixtas, que durará 
tres días más.

Abundan las leyendas urbanas acerca de la poca higiene al consumir dichos platillos y en la zona 1 abarcan el reino animal, vegetal y hasta mineral. Doy fe porque me apareció en mi wantan, una piedra pómez. 

He comido cosas que allí siempre las solicito “bien cocidas, fritas, hervidas”. No pocas veces me he enfermado por consumir esas delicias envueltas en grasa y aceite y me adivinarán, un fanático de tales manjares pseudoorientales.

Todo acompañado de cerveza fría y escarchada que se digiere tan bien al tintineo de las monedas que solicitan temas de Juan Gabriel, Bronco, El Buki o Vicente Fernández. Las mesas cantando a vivo pulmón canciones de viejos amores y amistad. Despechos y alegrías de una isla a otra.

En una oportunidad tuve el honor de ver cómo se unía en matrimonio una pareja, movieron las sillas, pidieron comida y vestido blanco al centro con el novio de traje barato. Felicidad total.

A las dos horas era yo parte de los invitados bailando con la suegra del novio Inolvidable, de Jenni Rivera y con los altos vasos de cerveza rebosando. Yo taconeaba un tapatío mezclado con reaggetón, pletórico y animando una fiesta ajena pidiendo litros como bendiciones.

Le debo mucho a las cafeterías chinas de la zona 1. Me han dado alimento, me han ahogado las penas y me proporcionaron historias fabulosas. 

Por ejemplo hay una que se lleva a cabo en el Río Perla para un convivio de la Editorial Catafixia (los que me publicaron El Encanto del Hielo) pero se las cuento la otra semana.