miércoles, 23 de mayo de 2012

EL DÍA QUE CONOCÍ A TERMINATOR LLOVÍA

Y vaya si no, esta parte de Guatemala se caracteriza por ser un caldo de cultivo de azúcar, ganado y dengue. Llueve todas las tardes durante ocho meses y eso hace que la caña de azúcar, que no es otra cosa que grama superdesarrollada, crezca mucho y luego sea destazada por manos de hombres, mujeres y niños que son una especie de duendes, Ompaloompas del subdesarrollo, que llevan el azúcar a nuestras mesas.

Estoy en la zona reina de la agricultura en Guatemala, Santa Lucía Cotzumalguapa. Aquí se da todo, crece de todo, los cultivos, los niños, el narco y hasta las piezas precolombinas nacen cada vez que la retroexcavadora hace un pasón de rastra. Las trae de vuelta al mundo moderno ya rotas, ¿se imaginan ustedes la capacidad de esas llantas y pedazos de metal para destruir? Las vasijas ceremoniales se rompen de su sueño terráqueo a ser parte del abono para la caña. Es el destino de la arcilla, en cierto modo consumir azúcar guatemalteca, es consumir cultura machacada.

En esas reflexiones se veía mi mente absorta y cansada de una jornada laboral, caído en manos del abatimiento mental y físico del trabajo de campo, cuando de la mesa de la vecindad un hombre que no veía empezó a hablar de la muerte. Estaba en espera de mi almuerzo a las cuatro de la tarde, me preparaban unas deliciosas tortillas de carne de res a la plancha y adobado de cerdo, me empinaba una cerveza sudada como mi espalda y el comedor de pueblo bullía de comensales tardíos.

Hablaba de la muerte con propiedad, conocía del tema. En estas tierras he tenido la capacidad de templarme a la par de mis manos, he aprendido a escuchar y a conocer el tono de las personas que han matado. No chistan aunque bromeen sobre el tema, los ojos ya son diferentes y nos conocemos aquí entre todos.

Digo nos conocemos porque por alguna razón me toman como un igual, un hombre de violencia. Todo por cierta fama que uno se ha ido formando a base de tesitura y mantener la vista en los ojos del otro, sin miedo a pesar de las pistolas, los machetes y de las botellas empuñadas. Aquí la vista y la voz mandan sobre cualquier arma. Todo lo demás, es accesorio.

Así que hablaba sin tapujos y su voz se sobrepuso al bullicio de un comedor, los peones y demás trabajadores de bajo rango callaron, comieron y poco a poco se empezaron a retirar sin mayor relajo. Arnoldo se llama el don según escuché: “todos nos vamos a morir tarde o temprano, unos regresamos de la muerte patojo, como si fuéramos bailarines del video de Michael Jackson”.

Yo ocupaba una mesona en solitario como regularmente me gusta hacer y donde mando mis telegramas vía twitter al mundo. Pero al ver que la gente seguía llenando el local, el señor Arnoldo dijo en voz alta a un grupo de mujeres que venía “a ver patojas siéntense aquí todas juntas que yo me voy a la mesa de los hombres”, y como si nada ya estaba hablando frente a mí y viéndome a los ojos. Llevaba algunas cervezas ya entre pecho y espalda, calculo.

Salud patojo y salud señor. Dígame Arnoldo y a mí Juan Pablo. Un gusto, igualmente.

Sucede que era un sobreviviente, un tipo robado de las mismas cadavéricas manos de la muerte: le sacaron nueve balas, pero aun tiene seis adentro. Le vaciaron una familia de 9 milímetros en todo el cuerpo, le descargaron una tolva enterita, los 15 tiros. La mitad por la espalda y la otra mitad mientras se daba la vuelta y sacaba su propio revólver .38 y tiraba dos tiros perdidos que no le cayeron a nadie, según recuerda; también recuerda ver cómo el carro de la pistola se quedaba reculado, sin parque y humeante. Un peso en el pecho, dificultad de respirar, el cuerpo caliente y viscoso de sangre.

Él, don Arnoldo, dice que sólo sintió una cólera de la gran puta hasta que se desmayó. Para ese entonces yo ya había pedido la segunda cerveza y me frotaba las manos por escribirles a ustedes la experiencia. Mi almuerzo vino y mientras me contaba detalles, jugosos y sangrientos detalles, yo comía carne; jugosa y sangrienta carne.

Despertó en el hospital todo vendado. Había sido por un conflicto de tierras tan común por estos lados, alguien quiere un pedazo del otro, se lo pide, le hace una oferta, se le niega, insiste, lo manda a matar y si falla, es sujeto a asesinato.

Todas las balas le pegaron pero, caprichosas, se les olvidó dar en órganos vitales. Le quebraron huesos, se le incrustaron en la cadera, omóplato, le traspasaron el hombro, le reventaron el cráneo y parte de la cara, le rompieron el fémur izquierdo, el pie derecho, le perforaron los intestinos, le partió el antebrazo derecho al punto de que casi se lo amputan ya que con ese paró cuatro tiros al pecho y vivió.

Tiene injerto de cadera, de antebrazo, de cráneo, todo en titanio, le quitaron algunos metros de intestinos y escucha todo ahora como en un túnel, me explica. Y es cierto, camina medio raro, no come carne roja sólo pollo, se le mira un poco abollada la cabeza y hasta perdió algo de la movilidad del ojo derecho que es por donde le salió uno de los tiros. Lo tiene opaco y le brilla.

“Y a usted le han disparado”, me increpa. “No que yo sepa”, le contesto medio en broma pero no ríe don Arnoldo, me aconseja: “patojo, si ya le tiraron averigüe quién putas fue y se lo va a traer usted antes que ellos, no deje que se lo consigan primero”.

“El que me hizo esto se gastó el parque y no me mató, no entiendo y he intentado por muchos años encontrarle sentido a las razones por las cuales quería Diosito que yo viviera, los evangélicos me quisieron jalar a su bando, inclusive me pedían que fuer pastor de iglesias. Los católicos, así como somos, abogaron por el milagro y la lección divina y que debía cambiar mi vida. La ley me preguntaba quién había sido pero cuando venían ellos yo me hacía el loco y que tenía apnea (amnesia) y nunca dije nada.”

 “De niños jugábamos con un primo a los duelos, luego de ver a John Wayne de vaquero en el cine del pueblo, y caminábamos de espaldas, montábamos el bodoque de lodo seco en la honda y nos tirábamos. En una esas le pegué en medio de la frente y ya nunca se levantó. Lo maté jugando pero fue sin querer y sin malicia. Quedó con los brazos en cruz en el suelo de tierra y los ojos abiertos, boqueaba un poco de aire y luego se quedó en silencio. Pensé que me iba a matar la familia pero no me dijeron nada, no me recuerdo. Todo es borroso, así me empezó la apnea”, me cuenta y ya estoy preso en el hilo narrativo de este señor ya entrado en años, robusto de pecho y brazos quemados por el sol, el derecho es un mapa de cicatrices. Pido dos cervezas más y ya el restaurante está vaciándose. Fumamos.

 “A mi hermana la quisieron violar allá cerca de La Unión, yo tenía 17 años y ella 11, era chula y culoncita, ojos verdes. Pero una tigra y no se dejó. Fuimos con mi hermano a vengar el honor y como eran muchos, mandé a mi hermanito a traer a los primos para apoyarnos, pero lo envié porque no quería que estuviera allí porque me lo podían matar, quería estar solo con esos patojos. Así conocí la cárcel porque creo que me metieron a dos muertos, degollados con machete, no me acuerdo muy bien porque luego de la violencia viene la memoria a borrarlo todo para que no haya evidencia de mi diablo. Así no sufro”.

“Pero como era chavo en aquel entonces, me tenían que llevar al reformatorio o algo así y me fugué a México donde trabajé para un finquero de Chiapas, matando a sus enemigos. Que eran comerciantes, delincuentes, un hermano suyo, algunos jornaleros rebeldes y policías”, ya para ese entonces, se me había quitado lo temerario y empezaba lo temeroso, el respeto de tener frente a mí a un asesino confeso, un gatillo por sueldo, un servidor de la muerte.

Tenemos ya al menos tres horas charlando, yo le hablo de viajes y ciudades imposibles que no termina de creer y me escucha como cuando mi hijo me escucha contarle mentiras. Sabe que hay trampa pero elige creer para mantener viva la llama… qué llama ni qué nada, para mantenerse vivo a secas. La Historia con mayúscula es un bar de preppies donde sólo entran los grandes acontecimientos, los chicos inn, los populares. Esto que se vive a diario, la cotidianidad, no es digna ni siquiera de un pie de nota en ese libro tan bellamente construido. El resto somos artesanía y tarde o temprano va a venir una máquina a sacarnos y destruirnos, para hacernos abono, para devenir plantas y terminar de alimento de gente igual que nosotros.

Las historias que apelan a la violencia que se escriben en programas de televisión, en los periódicos, en los informes de derechos humanos, en las tesis de sociólogos, hacen caso omiso al factor determinante del papel del destino: este mundo no sería igual sin asesinos. Nadie comprende que no todos pueden vivir y morir de muerte natural. Lo natural en nuestra especie es la violencia, la desigualdad de condiciones, la lucha constante, el hombre no puede cambiar el mundo porque no se puede cambiar a sí mismo, a pesar de lo que diga Paulo Coehlo, Alejandro Jodorowski o Rhonda Byrne. Nietzsche nunca creyó en el superhombre, era la locura de un sifilítico.

Ya era noche cuando nos despedimos medio borrachos y grandes amigos con un asesino retirado. Antes de irse me pidió que le dijera de cariño Arnold, o Terminator, dada la cantidad de metal que tiene injertado en su cuerpo. “A todo esto Terminator”, le pregunto, “qué pasó con la persona que le quiso matar y falló, lo mató de un granadazo, lo hizo ceviche o qué, ¡no me deje con la duda, hombre!”

“Me recuperé. Tarde 18 meses en volver a caminar y lo fui a buscar a su casa, me senté en su mesa con su esposa y sus siete hijos, saqué mi Smith & Wesson especial y se lo di. Matame con este porque no falla, le dije. Matame frente a tu familia si tenés huevos. Y no lo hizo, me pidió disculpas y me dijo que era un malentendido sobre un terreno mío que había en Agua Zarca, que colindaba con el del él. Al tiempo nos hicimos amigos y ahora somos socios, vendemos caña a los ingenios y tenemos mucho dinero… Y yo que pensé que me había ido a matar porque me estaba cogiendo a su mujer y era el segundo hijo que le hacía”, me dice, tuerce una sonrisa y me guiña el ojo derecho, el rojo con vista laser. La lluvia no da tregua en estos lados.

martes, 1 de mayo de 2012

LOS POEMAS DE SAM, SEGUNDA EDICION




He publicado poco porque realmente no tengo mucho qué decir. Escribo mucho, es cierto, pero lo guardo y lo dejo añejar durante años porque soy un obseso de la palabra, y como tal, leo a tientas pero mucho, soy un ciego que disfruta de leer. Escribir es un ejercicio de dureza y sangre. Cuando decidí hacerme escritor tomé el hecho más a la intuición que a la realidad que tal acto conlleva. Es decir, sabía lo que quería hacer pero no cómo. Tenía algo qué decir y fue saliendo y lo sigue haciendo.

De ello dan cuenta tres libros: Breves conversaciones de la Sicosis (2006), Los poemas de Sam (2008) y El encanto del hielo (2010). Libros. Cualquiera diría que son largos tomos de versos y universo lírico. Estos más bien son breviarios espesos de mis voliciones. Son poemarios, son apenas compilados con mucha técnica y corazón. Nada más. Y precisamente del segundo mencionado, Los Poemas de Sam, es mi primer libro que nunca vio el papel y que pueden descargar gratuitamente en la barra derecha o en este vínculo.

Pero sí la vida cibernética y fue gracias a Julio Serrano y su proyecto Libros Mínimos. Así en 2008, sale a la luz pública mi primer libro escrito (Breves Conversaciones... fue escrito posteriormente y fue el primero publicado). La historia detrás de Los Poemas de Sam es muy particular en su génesis: me encerré seis meses a sufrir la depresión de haber tomado la decisión de ser escritor y romper relaciones con el mundo, incluyendo mi hijo no nato en ese entonces. Bebía a diario, grandes fiestas con grandes amigos. Vivía en un cuarto oscuro rodeado de algunos libros que logré llevarme, el resto los dejé en encargo a mi otro brother, el Mynor.

Adopté una gata que se llamaba Samantha y ese fue el escape lírico: los poemas de Sam son conversaciones con un animal. Un soliloquio, a manera práctica. Escribir ese libro, ese enorme libro, fue el ejercicio más doloroso que hice hasta ese entonces. Cosa que he venido repitiendo cada vez que puedo: el dolor como bujía de la incandescencia creativa. En ese entonces Los Poemas de Sam, tenían cerca de tres cuadernos (sí, escribía a mano) sobrevivieron apenas un manojo para hacer el poemario. El resto, no valía la pena de ser publicados. O talvez sí, pero ya es demasiado tarde: regalé los cuadernos y no tengo memoria a quién.

Por ese entonces me hice periodista cultural. Es decir, fui becado para escribir. Conocí a Estuardo Prado e iniciamos charlas para ver la posibilidad de publicar algo en la extinta Editorial X. Le presenté el libro de marras y empezamos a trabajar. Luego el proyecto se vino abajo y se quedó en charlas. Años después, lo hice circular entre los amigos más cercanos y de eso, como les dije, salió la publicación en línea con Libros Mínimos. Y justo cuando la editorial iba a dar el salto a papel, el proyecto se vino abajo de trasladar la editorial online a libros impresos. Segundo strike a Sam.

Ya para ese entonces habían dos versiones del poemario en cuestión de imagen. Ambos creados por sendos artistas del diseño gráfico: Luis Villacinda y Álvaro Sánchez. Ambos se quedaron con el libro en el tintero y nunca salió publicado. Pero ahora recibo una llamada de Villacinda y me avisa que lo tiene a la mano, que lo regalemos por el día internacional del libro, que liberemos Los Poemas de Sam nuevamente al ciberespacio y siempre bajo el sello original. Así que aquí está, conozcan la segunda edición digital de mi primer libro que tanto amo.


(A lo mejor, Álvaro, vos tenés mejor suerte y sea tu diseño el que se imprima ;)