jueves, 21 de julio de 2011

EL CORAZÓN TIENE FORMA DE CONSOLADOR

Este cuento lo escribí hace diez años para una antología que estaba recopilando el dark master Estuardo Prado, que se llamaría - creo - Cournocopia de Sabores. La Editorial X inició su inexorable ocaso y se apagó sin publicar la antología de marras, así como mi libro de poesía Los Poemas de Sam. Desde entonces, ha fallado cualquier intento de llevar ese poemario a su versión impresa, sólo ha visto la luz por medio digital en Libros Mínimos. En fin, recuperé el cuento para esta feria del libro donde fui invitado a una cálida lectura de narrativa gay o que tratara ese tema, por el multitalentoso Juan Pensamiento, organizador de Palabras Diversas, como se le llamó a la actividad. Disfruten ustedes del amor y el humor negro.

"Por primera vez las reuniones de trabajo no le molestaban, había descubierto que si utilizaba un consolador anal el tiempo era un pasajero más en los buses que circulaban en la calle.

Se le había vuelto costumbre lo del dildo. La exploración de ese agujero había iniciado unos nueve meses antes, cuando empezó a salir con la francesa. Era una negra menuda de formas generosas, buenos pechos, nalgas firmes, cintura apretada y largas piernas. Ella le enseñó a rasurarse el coño sin peligro de ablacionarse el clítoris de un pasón de la cuchilla.

Para ser su primera novia no estaba mal: qué mejor manera de empezar a ser lesbiana que con una negra caliente que susurraba cochinadas en un idioma que hablaban los ángeles. Negros, pero ángeles.

Su último novio era un sátiro, según explicaba a su cerrado círculo de amigas, “era peludo, peludo y tenía hocico de coche”, narraba a las contertulias que la escuchaban con morbo. Ellas vivían para escuchar sus aventuras, las de ella, la puta, la que cogía sólo con hombres feos que a su parecer eran los más agradecidos porque nadie les hace caso.

“Ese pisado la tenía tan grande que un día que me la metió por la boca, me hizo vomitar de lo profundo que llegó”. Sus amigas terminaban con el panty empapado y en la noche soñaban que eran seres mitológicos los que se las cogían en vez de sus maridos. Más de alguna debió padecer náuseas.

La negra se enamoró de ella y le dio pasión de la pura. Había venido a Guatemala con el conglomerado de voluntarios para la firma de la paz. Al final de cuentas es irrelevante cómo se conocieron, la cuestión es que la negra ya traía unas mañas dignas de película porno sueca. La introdujo en el mundo de los dildos introduciéndole uno. “Y también vibra”, le dijo con su marcado acento de Marsella. Accionó el interruptor y no tenía ni cinco segundos de estar vibrando cuando se meó del orgasmo que tuvo. No paró en toda la noche y la negra terminó con dolor de brazo de tanto meter y sacar el plástico ese.

Algunas semanas después sacó un tubo de lubricante y se lo empastó en el culo, “meteme la tira de bolitas”, y la tipa va y que le mete una a una las canicas unidas por un hilo. La negra gozaba y le explicó que el placer anal es de los más delicados que pueda haber en el mundo del sexo. Se animó y pidió el vibrador chiquito. Le costó aflojar los músculos pero a lenguetazos y caricias de dedo, logró la negra penetrarla con uno pequeñito, allí mismo. Dos sesiones después ya se había zampado el más grande.

Descubrió que sola podía estar tan bien acompañada como con la negra, claro, vibrador de por medio. No cabía duda, ella había nacido para eso. “Imagínense”, comentaba con sus fanáticas y amigas, “no hay que cumplirle con comidas, ni con perversiones acarreadas por la madre. No hay que vestirse coqueta ni sacrificar el coño cuando no hay ganas. El vibrador sólo harta baterías en puta”. Las chicas, cuando dejaron la reunión semanal, iban con nuevos brillos en los ojos y convertidas en gallinas: perolatas y risas a granel. Sin excepción tenían el corazón en el ano.

En su trabajo las relaciones interpersonales habían mejorado gracias al uso terepéutico de los consoladores y juguetes sexuales. Si quería estar risueña, usaba el vibrador; concentrada, las bolas Ben-Wa; combativa, el panty con punzón eléctrico clitoridial. La negra se maldijo por haberle introducido aquel primer dildo, ya que no le ponía atención y la paró abandonando. Probó con las frases cochinas en francés, con palabras de amor y hasta brujería. Pero su amante estaba hechiza con el ‘bzzzzz’ del aparato eléctrico. Al carajo, y se regresó a Francia.

El problema empezó cuando el maricón de contabilidad la empezó a mirar con morbo. Pensó que a lo mejor estaba teniendo una regresión a hombre y ella le estaba gustando, pero lo más probable es que, siendo él un usuario de consoladores, había descubierto que ella también los usaba.

Ni corta ni perezoza lo enfrentó. Tenía razón su segunda sospecha. De allí en adelante se hicieron grandes amigos, digo, amigas. Compartían secretos, mañas y formas de usar los aparatitos (y aparatotes) eléctricos. Un día el tipo la invitó a su casa a una “dildo party”, emocionadísima se los contó a sus amigas de té, las cuales ya no sólo se juntaban a escuchar las anécdotas y consejas acerca del uso del vibrador, sino asistían a un verdadero taller semanal en la voz de su gurú del sexo.

La sala de su casa se llenaba de una decena de mujeres con las faldas arremangadas en la cintura, los pantymedias a las rodillas, semisentadas y con un vibrador entre la vagina o el ano, dependiendo de las dudas del grupo.

Pues la dichosa “dildo party” eran ellos dos. Cualquiera hubiera pensado que el ambiente era de un tipo que trataba seducir a una tipa. Había velas por todos lados, dos clases de vino, quesos, jamones y una alfombra peluda en el centro de la sala con cojines gigantes para que se sentaran. Pero no, nada de seducción, más bien era la celebración que dos amantes del sexo anal le harían a quienquiera que fuera el dios de dicha perversión, que seguramente son muchos.

Esas citas se repitieron al menos dos veces por semana durante seis meses. Para qué decirlo, ambos estaban decepcionados de los hombres, así que sin pensarlo dos veces, nuestra amiga le propuso matrimonio al gay. Las familias de ambos brincaron de la alegría, las mamás lloraron: una porque su hijo, el hueco, había regresado a ser hombre. La otra porque su nena, la puta, había encontrado un pendejo con corazón de oro.

En el casamiento, las damas eran el resto del club de viejas del dildo, la gran mayoría se habían divorciado. Al momento de los votos y el sublime beso de unión matrimonial, los asistentes confirmaron la bendición de Dios que se hizo presente por medio de un raro olor a vaselina y su presencia era escuchada por todos: un tremendo zumbido inundaba la nave de la iglesia mientras los novios, se daban dos sonoros besos, uno en cada mejilla".