lunes, 13 de septiembre de 2010

CUENTO BREVE DE CUMBIA, BALADA Y RANCHERA

"Yo no creo que la gente se vuelva maricona solamente con bailar con un hombre, ¿o sí?", me decía mi hermano con cabello largo y empinándose un pichel plástico de cerveza. El ambiente del Agapito sacudía la cuadra del Centro Histórico con Bronco sonando a todo volúmen. El bar parecía de esas latas bailarinas que se activan con el sonido. De los brindis, en este caso.

Nuestro grupo era el típico de bon vivants de la intensidad. Dos escritores, una bailarina, una curadora de arte, una periodista, la otra periodista, un metalero, un maestro de música y yo. Y mi hermano, el todólogo.

No teníamos lazos sanguíneos, pero siempre nos confundían como familiares ya que en un tiempo anduve con el cabello largo - al igual que él - de tornillos alborotados. La calvicie me cortó el cabello uno años después pero nos hicimos de cierta fama de fiesteros incansables en el circuito de bares de Antigua Guatemala y conquistando gringas a manos llenas bajo la consigna de la hermandad.

"Digo, a vos te puedo besar el cachete y no me hace hueco", seguía con el tema mi amigo. Era el tema obligado, ya que nos encontrámos en un antro de librepensantes. No crean ustedes que el Agapito era un oasis para los proscritos intelectuales, nada que ver. Era más bien una especie de refugio para las almas negras.

Allí convergía en buena manera el cordero y el león. Y las leonas. Era de perfil bajo y se situaba justo a la par de una de las antañonas cantinas de barrio, a dos cuadras del Sagrario de Guadalupe. Siempre había motos parqueadas afuera, ya que era mayormente frecuentado por cobradores, repartidores y asaltantes motorizados.

Siempre, siempre, había un grupito de estilistas del cabello que hicieron amistad con nosotros. Atendían en las peluquerías del sótano del Capitol y trabajaban las calles por las noches, ya vestidos de mujeres y llamándose de esquina a esquina con albures, sobrellevando una vida de amores endémicos, soledad maldita y vicios atorrantes.

Cuando llegábamos a tomar al Agapito lo hacíamos como quien visista una iglesia. La bandita de estilistas se sentaban obligadamente con nuestro grupo para compartirnos sus vivencias y parasitar la cerveza. Nosotros disfrutábamos de su compañìa porque de esa forma teníamos de qué alardear frente al resto de mojigatos artistas de academia, y llenar la maleta destinada a la literatura, el periodismo o el blog.

Tantos planes de hacer cosas juntos en esos años que nunca se llegó a nada. Eso compartimos ambos grupos en ese entonces, al no llegar nunca a nada, a la desidia impronta, a la permanencia de la derrota y a los consejos de belleza de nuestros asesores in situ.

A mi hermano le recomendaron unos rayitos cobre para esconderle la juventina invasión de canas, a mí, una loción capilar regenerativa de folículos. Otro fue más allá a ofrecerme un peluquín de cabello de monja, "colochito como mi pelo", aseguraba. Él mismo lo había hecho.

Llegamos a cenar las absurdas dobladas de queso y carne. Absurdas en tamaño y aceite. Monstruosas y super baratas. La carne de perro es realmente deliciosa cuando se sazona como lo hacen los coreanos. Las ofertas de cerveza imperdibles porque pedíamos un pichel y nos daban tres. Las cortesías de la casa para un grupo que impregnaba de cierto espíritu bohemio al kitsch de los bares sobrevendidos en publicidad de guaro, cerveza y cigarros.

Pero el Agapito sabía aprovechar su flaqueza al decorar sugestivamente dependiendo de la época del año. O de los acontecimientos internacionales. Lo vi de mundial, de olimpiadas, de Semana Santa, de Navidad, de fiestas de independencia, de Miss Gay, de elecciones presidenciales, de cuatro de Julio.

Todo esto gracias al bárbaro de Agapito. Para esto hay que hacer una pausa. Porque para ser verdad, el bar no se llamaba Agapito. Le decíamos así por el nombre del mesero, un mariconcito de 1.50 mts de altura máxima que nos atendía como los dioses que éramos. Y nosotros le dábamos jugosas propinas en vez de nalgadas como el resto. La cara que hacía al recibir - las nalgadas y las propinas - demostraban que estaba contentísimo con ambos pagos.

Pero para ser fieles a los hechos, el mesero tampoco se llamaba Agapito. Por alguna razón que nadie sabrá nunca - apenas dos o tres conjeturas - el morrito fue nombrado así y ya. Su verdadero nombre pocas veces se supo, y la mayoría de ellas, estábamos demasiado borrachos de noche para acordarnos. La cosa es que Agapito se llamaba el mesero y por ley de tricotomía, Agapito el bar. Y punto.

A todo esto apareció un gran amigo fotógrafo con su pareja del momento y se sentó con nosotros. Mi hermano, quitado de la pena, salió a bailar el Supermán con su novio. Cuando se sentó acusó un "ya vieron, bailé con un hombre y no quise agarrarle el chile con la boca". Nos reímos con ganas, tirando un chorro de gasolina al fuego de la fiesta que se urdía en nuestra madriguera de aquellos años.

El gusto musical dependía de qué bolo gritara más e insistiera con berrinche alcohólico a gritos como "TIIIIIIIIGREEEEEESSSS, PONGAN LOS TIGRES", mientras otra mesa contestaba en democrático grito "CHEEEEEEEENTE DEJEN A CHENTEEEEEEE", y los gays que ya sacudían arena en la improvisada pista de baile protestaban con su cuerpo al ritmo de reaggetón de "NOOOOOO, QUEREMOS A WISIN Y YANDEL!". Un cobrador prendido de cada uno de la cintura.

Era de madrugada siempre en el Agapito y siempre nos ponían José José para que nos arrancáramos la garganta a gritos. Cantábamos sus canciones que apelaban a un tiempo pasado de felicidad, sin saber que nuestro tiempo, el de nuestra felicidad, lo estábamos viviendo en ese instante, gastando los codos en las mesas de pino y bailando en grupo. No hay mucho de esos años para rescatar, sí recuerdo que era joven y quería ser un escritor maldito. Ser un triste, lo único que logré.

viernes, 3 de septiembre de 2010

CUENTO BREVE DE ROCK, DISCO Y POP

Esto es divertidísimo. Esa noche el rockero pedía Napalm Death como yo cerveza. Escuchaba ese aquelarre de sonidos yuxtapuestos del grindcore con la certeza de poder hacer volver el tiempo agitando la cabeza.

El tipo se me hizo una especie de varita mágica, pero borracha, alta y delgada y agitándose de aquí a allá. Pensé que de tanto hacerlo, iban a aparecer conejos de chisteras o partir sonrientes mujeres a la mitad, con el serrucho de su grito.

Se fue apagando este borracho de lidia, frente a las múltiples puyas del ron y la cerveza y su aullido de guerra, antes acompañado de una expresión de fiera donde mostraba la violineta de sus dientes amarillos y hacía la universal seña del rock: dedos índice y meñique levantados como las antenas que sintonizan y hacen crecer el pelo de los metaleros. Se agitaba y profería guturales "uawwwrrrrgg".

Múltiples linguistas y semiólogos no se ponen de acuerdo en definir la traducción exacta, aunque consensuaron que "Soy un tipo duro, más grande que sus minúsculas vidas de canes, iluminado por el Valhala, pobre y con mucho miedo de hablar coherentemente y por eso tomo actitudes de maldito", es la traducción más cercana de ese complejo término que oídos no iniciados confundirían con un campirano grito de bolo.

Se redujo conforme las horas, a una mesa. Y más que una mesa, a florero marchito. Porque ya se bamboleaba producto del alcohol quemando sus entrañas y hacíamos apuestas de si caería sobre su lado izquierdo o derecho, en el pegajoso suelo del bar de rock.

La música había cambiado y yo bailaba Tavares como si no hubiera mañana, me abrazaba con fuerza (me apoyaba) de mi chica, y ella se abrazaba (colgada) de mi cuello, soportando la madre de todas las borracheras que cargábamos en esos tiempos. Chistando con el rockero, instándolo a levantarse de su oscuro letargo para que se subiera al tren de la alegría del disco.

Hacía el intento de mantenerse en pie, al ritmo del quinteto de negros de voz dulce. Era un aeroplano de feria que pasaba saludando al público con lucesitas en la punta de las alas, es decir, tenía los brazos abiertos y tronaba los dedos intermitentemente. En se cabeza, era un Messerschmitt ametrallando franceses comedores de quesos y bebedores de vino, reventando sus boinas.

Aunque la realidad era que intentaba hacer un baile cherokee imitación del de Jim Morrison cantando The End aquel verano del 68, fallando estrepitosamente, claro, y pareciendo más bien una especie de gaviota de basurero. A punto de morir.

Encima del electro funk setentero se escuchó un último "uawwwrrrrgg", le tendió la mano al dueño del antro con un manojo de billetes húmedos y salió volando en la peor salida teatral de la historia. Adentro, el televisor mostraba el video de la mejor interpretación de Billy Jean, y nuestro grupo aulló antes de iniciar cada uno su versión de los pasos michaeljacksonescos.

El poeta intentaba un moonwalk que más parecía estar muriendo víctima de un bloqueo coronario; la periodista - perdida, como siempre - bailaba cual zombie del videoclip Thriller; el dueño del antro agitaba los brazos lentamente emulando a una anémona operada de la nariz, mi chica ejecutaba pasos de ballet interpretativos que iluminaban el piso y yo me agarraba la verga como si me la intentara arrancar, de tantos problemas en que me había metido la condenada, en el transcurso de mi vida.

Miraba todo bajo el prisma de una catarata de agua rara, mis ojos discurrían la realidad y mientras me refrescaba el gaznate con cerveza fría, se me acerco nuevamente ella, cansada de invocar a Michael, a colgarse de mis hombros nuevamente.

Era un ancla hermosa que pasó la velada y algunos meses sostenida de mi cuello para que no me llevara la marea de esos tiempos. Me detenía para que no muriera. Ni ella, ni yo, ni el rockero triste que salió de pecho a embestir al toro negro de doce horas.